Nunca me he olvidado de Mr. Rey. Nunca, ni en los momentos más álgidos de mi solipsismo me he olvidado de el. Aunque este insista una y otra vez con su insidioso coro de reproches. Es imposible sacarse del balero la figura encantada de este ser inescrutable que deambula desde hace años en el interior de la bodega de nuestras almas tropezando y discurriendo entre las calles anegadas de nuestros corazones. Nuestra bodega interior es su hábitat natural, el ecosistema maligno donde su vida transcurre. De allí se traslada a nuestro tejido cardíaco para componer a cada latido, una extensión continental con el bramido enamorado de las bandas. Desde hace muchos años que nos recorre de punta a punta de nuestro existir montado en su propulsión de emociones. Atrás parece haber quedado el protagonismo de su enigmática sombra, los días en que muchos preguntaban acerca de él. Motor de mil malentendidos, rostro demudado en innumerables ocasiones parece un poco haber caído en el olvido. De Patricio Rey y sus redonditos de ricota, hemos pasado a ser primeros los Redonditos de ricota, luego los Redonditos a secas y por último el minimalista los Redondos cuando no sencillamente los redó. Pero el viejo truhán de inolvidables batallas metafísicas, el duende gordo y picante como un queso no nos abandona, no nos abandonó nunca. Su voz es el hecho más poderoso que he conocido, torturante y despiadado cuando se expresa a través de mi conciencia y maravilloso e incontenible cuando surge de la conjunción de las miles y miles de gargantas de las bandas. Difícil de divisar entre sus claroscuros pero omnipresente como un Dios beodo parece sujetar por siempre las riendas del destino del grupo. No hace mucho llegó a mi casa enfundado en una campera negra y con un gorro de Santa Claus, sus ojos fluctuaban en diversos colores. Me dijo que tenía mucha sed y le serví un fernet. Ahí se despachó con todo lo que tenía para decirme. Su voz era suave y apagada, se parecía a esos tipos que van a menos para, de pronto, sacarte alguna ventaja. Me mantuve alerta, no quería que me vuelva a madrugar con algún pedido insólito. De pronto sacó un papel de su campera y me lo extendió. Parecía una carta antigua, un papel amarillento sellado con lacre y las iniciales PR arriba. Me quede esperando que me diga algo pero parecía que todo lo que tenía para mí estaba en esa carta. Me miró como si pusiera a exposición toda la franqueza de su mirada, el largo caudal lumínico que de sus ojos emanaba. Después de impresionarme de esa forma y mientras terminaba la botella de fernet se ocupó de erosionar su santidad trapera mostrándome su frío perfil de empresario. Refirió números, cuentas, balances. Se que esto solo lo hace para ensuciarse un poco y ser mas creíble. Sabe que no me gustan las personalidades perfectas de santitos y santones. Se descolgó por la ventana con su botella vacía bajo un brazo. Me dijo que la vida estaba dura y vivía de juntar cartones en la calle. No le creí. Inmediatamente después que desapareció despegué el lacre de la carta y la extendí contra la mesa, parecía la letra de una canción. “Juguetes perdidos” estaba titulada.
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