2009/02/04

Ultimas aventuras

Hacía mucho tiempo que no caminaba solo, que no cruzaba la intemperie que suele recubrir la noche de una sustancia impredecible como lo hice hace un rato. Mucho tiempo sin segregar la sucia adrenalina que provoca el contacto con el mapa urbano y que todavía gotea por mi cerebro provocándome molestias y tensiones a las que ya no estaba acostumbrado. Noto que parte de mi físico late como si lo que acabara de atravesar no solo fueran las calles de una gran ciudad sino el predio luctuoso de un moderno campo de batalla, tal es la baja excitación que se apodera en estos momentos de mi cuerpo. En estos últimos años, más que nunca, me he dedicado a no salir de casa, si esto es algo a lo que uno verdaderamente se puede dedicar. Al menos en Buenos Aires. Son muchos los factores que me tienen un poco encadenado a esta situación que muchas veces disfruto con el peso de un curioso ostracismo, pero que en otras varias la siento como un ambiguo recorte de mis libertades y que sin lugar a dudas, ya lo he comprobado, es parte del precio que debemos pagar todos los beneficiados por la lotería de la fama. Así que desde hace unos años vivo encajonado en el confort del hogar y mirando el mundo solo desde el ojo satelital de la tele por lo cual cualquier travesía urbana, cualquier roce con el teatro de las ciudades me parece casi casi una aventura africana.
El dolor de mi compañera esta vez me dejó sin opciones. No podía verla más sufriendo por el ardor provocado por una pequeña quemadura en el brazo.
Miré que farmacia estaba de turno y calculé: Del Portal cruzando Callao diez cuadras más, en total dieciséis. A las tres de la mañana de una noche de insomnio esto no puede insumir más de media hora de caminata, pensé. Me puse las zapatillas, la gorra negra de beisbolista y salí. Las primeras impresiones que me arrojaron las sombras sobre el asfalto me empezaron a erizar la piel igual que a un novato. Sentí el cuerpo flojo y un estado de vulnerabilidad del que no recuerdo haber padecido nunca. Tuve que sacar un plus de mi concentración mental para que mis fibras se vuelvan a tensar y pueda volver a darle a mi cuerpo la estampa viril y activa que creo desde siempre poseer. Me lamenté de que mis experiencias del pasado, mis recorridos furiosos por los grandes y oscuros laberintos marginales de todo Buenos Aires y La Plata, se hallan disipado en la memoria de mis células convirtiéndome por segundos en un pavote asustadizo.
En una calle de cuyo nombre no quiero acordarme dos crotos nuevos, dos hombres lanzados a la deriva absoluta de la vida y a los que llamo nuevos porque el aspecto de su piel, de su pelo y de su ropa todavía no habían alcanzado el deterioro completo que suelen tener o que solían tener los viejos vagabundos y por lo que sospeché que no hacía demasiado tiempo que andaban en la calle con su novísimo título de parias, introducían las manos en un container lleno de basura y apenas reconociendo lo que encontraban con el tacto y ayudados por el reflejo de un farol lejano, comían lo que encontraban. Miré con detenimiento como a uno de ellos se le encendía la cara de alegría al encontrar media salchicha y su respectivo pan de pancho, con los dedos le saco un poco de yerba usada que lo ensuciaba y oh! sorpresa de uno de los bolsillos del saco, ví que extrajo un sobre de ketchup, de esos chiquitos que dan en los fast food y sin vacilaciones previas, con un tipo de prepotencia que intentaba arrancarle a su comida todos los posible microbios devoró su bocado. Estos detalles no son producto de mi imaginación. Cuando inevitablemente pasé a su lado uno de ellos con voz apenas perceptible, llena de timidez me pidió un cigarrillo. No pude no detenerme. Más que nada me plantó por unos minutos en ese buco de realidad cierta correspondencia etaria. Ver que los pobres desgraciados tenían y después lo corroboré mientras intercambiábamos algunas palabras, mi misma edad. No lo hubiera logrado nunca por más que lo hubiese intentado. En apenas pocos minutos lograron contarme que hacía seis meses que andaban en la calle. Uno era maestro tornero, ex empleado de una metalúrgica y el otro ingeniero en sistemas. El mismo drama para los dos: echados primero de sus trabajo por reconversiones y recortes en la nueva reestructuración empresarial y abandonados luego por su familia. Amilcar el más bajo, el que con mucha vergüenza ocultaba los lamparones de aceite de las mangas de su camisa se disculpaba mansa y excesivamente cargando con todas las culpas de su dramática situación- Esta bien, las mujeres y los hijos no tienen por qué padecer la miseria de uno. Yo no les guardo ningún rencor por haber buscado otros rumbos, otro hombre mejor parado más precisamente, para poder seguir subsistiendo con algo más de dignidad. Raúl, el otro , con tono de conferenciante daba una gran cátedra acerca de algo que podría haberse llamado “Menem contra la industria nacional” o algo por el estilo. Me llamó la atención que no puteé al susodicho, la indignación parecía ponerlo más que nada académico, sensato, sobre todo elevado como si de esa forma respondiera más fieramente a quién nadie dudaba era su enemigo y del que ya nadie dudaba era incapaz de tener un tono reflexivo y humano como el que tenía Raúl. No pude no escucharlos, no pude no sentir una especie de mareo espantoso al ver a esos tipos de mi misma edad lamiendo, como he repetido millones de veces, el puto suelo de la miseria. Cuando Raúl buscó en un tetrapack de leche alguna gota, les dejé el atado de puchos algo de plata que llevaba de más y me fui soliviantado por los demonios. Traté de no pensar en esos dos pobres tipos eyectados por completo de la sociedad. Alguna vez habían tenido su lugar, ya no. Noté como poco a poco el pecho se me iba cargando de angustia bajo la tinta enferma de la noche de la ciudad.
El segundo flash, tanto o más impactante que la escena de los dos tipos, la tuve llegando a la farmacia. Me acerqué a la puerta para pedir la pomada y un hombre de unos sesenta años con los ojos totalmente perdidos me hacía unas señas que no alcancé a comprender. En seguida me di cuenta que su pecho había sido blanco de un elemento cortante. El delantal celeste se le comenzó a poner negro producto de la sangre que manaba de la herida e iba empapando poco a poco la tela. Estaba a punto de meterme de cabeza por la ventanilla para socorrerlo cuando sentí que a mis espaldas caía una ambulancia y un patrullero. Me corrí y les deje paso. Uno de los milicos me preguntó si había visto algo. Le dije que no moviéndome en el lugar como saliendo del impacto. El milico me miró de arriba hacia abajo tratando de fichar algún rasgo sospechoso en mí mientras sacaban al tipo de la farmacia en una camilla. Son estos pendejos de mierda- me dijo señalando el patrullero, ahí tenemos a uno. Me hablaba y yo no podía desentumecer las piernas que debido a la situación que acababa de vivir me tenían clavados al piso. -Están zarpados los huachitos- seguía hablándome el policía- chorritos que te limpian por dos mangos. Cuando miré al patrullero, que venía acercándose a nosotros sentí la voz del pibe que habían detenido gritándome que lo saque de ahí, el chaboncito me había reconocido y gritaba para que mirara su remera. En total estado de nerviosismo miré al chico y vi que tenía puesta una camiseta blanca con inmensas y espantosas moscas. El pibe cantaba el Toxi taxi como un desaforado y me tendía los brazos. Los ratis miraban la escena sin entender nada. Vaya a saber quien creyeron que yo era. El pibe seguía gritando adentro de la patrulla hasta que unos golpes en el rostro lo hicieron callar y el auto arrancó a toda velocidad con la sirena ululando como un pájaro enloquecido. Corrieron varios minutos hasta que pude lograr salir del estupor y recuperar el rumbo. Caminé hasta la avenida ahora sí decidido a tomar un taxi. Para un tipo que procesa la sensibilidad como yo ya había tenido bastante. Pero las cosas no terminaron allí. Di con un tachero de los verborrágicos. Ni bien subí me convido un pucho y a quemarropa sobre la áspera melodía de Little Red Roster que sonaba en su radio me contó una extraña historia de amor que acababa de vivir. Por un instante sospeché que el taxista me había reconocido pero no me lo hacía saber. Creí que me estaba tirando data para una canción. De a poco se fue esfumando esta sensación al comprobar que el tipo era un delirante, un chabón que se largaba a contar historias a sus pasajeros, una novedosa forma de hacer literatura se me ocurrió. Hablaba sin tragar saliva en un éxtasis verbal que llegue a emparentar y a asustarme por ello, con ciertas noches en que se me activa la lengua. No hay peor cosa que verte cara a cara con tus vicios. Pensando en varias cosas retorné a casa.

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