2009/01/05

El paraiso de los inéditos. (Carta de los chicos)

Vuelvo sobre las cartas. A esa inmensa cantidad de papeles escritos con distintas variaciones y ansiedades de pulsos eléctricos que se desparraman como las ruinas de un castillo de naipes sobre la mesa. Leerlas y volver a releerlas se ha tornado para mí una buena forma de estar cerca de palpar y acompañar la intimidad emotiva de cada uno de esos chicos que desde Obras se han multiplicado del modo de hongos sobre la extensión de mis desvelos, acabando de una vez y para siempre con mi capacidad de aprehender ciertos resultados del entramado de como le llaman, lo real.
Ahora como les debe suceder a las grandes estrellas del firmamento pop ya no tengo lugar donde guardarlas. Je. El cajón donde primeramente las archivaba se ha colmado de una forma similar a como se llenan los reductos cada vez más grandes en donde ejecutamos nuestro número de rock. Esta desmesura no evita que lea una por una todas estas cartas y trate de extraer de ellas a modo de retribución a tanto afecto, una narración, un cuento. Tal es la obseción que me embarga en estos últimos tiempos. “ Primero nos juntábamos en lo de Hernán. Nos gustaba irrumpir en las entrañas de esa vieja casa de paredes humedecidas sobre todo en las tardes en que sabiamos que ya no estaban en la habitación del fondo, transformada en la sala de ensayos, el hermano mayor de Hernán ni ningunos de sus amigos heavies. Allí conectábamos la guitarra y el bajo y comenzábamos a machacar el silencio de la habitación con una insensata “colección de ruidos” extraida por nuestra propia impericia para tratar con algo de ductilidad a los instrumentos. Después le agregamos voz con el micrófono. Un día el hermano de Hernán descubrió nuestros movimientos y nos conminó a que no pisemos más su sala ni su casa. Así, evitando la diáspora que podría haber disuelto nuestra latente caterva de amigos, fuimos a parar a lo del Colorado Schitz. Su casa por las tardes y el kiosco 24 horas por las noches, se volvieron el nuevo punto de encuentro para todos nosotros. El Colo era un pibe de nuestra edad que tenía una batería heredada de su primo, una consola y todos los discos de los Redondos aparecidos hasta el momento: Gulp, Oktubre y el Baión que en realidad hasta la fecha poco y nada los había escuchado y que según nos contó después los había ido comprando con esa suerte de intuición que a veces se presiente en discos o libros que uno sabe se le revelaran bastante tiempo después al momento de ser adquiridos como si hiciera falta una grieta más en el entramado existencial para poder disfrutarlos más plenamente. Nos hicimos fanáticos. Creo que a la tercera escucha de Gulp y a la segunda de Oktubre, tanto Hernán, como el Colorado, como Seba y como yo sentimos, y no es exagerado de ningún modo decirlo, que nuestras vidas cambiaban radicalmente. Una divisoria de aguas, un mojón que marcaba el inicio de algo verdaderamente trascendente. Era tan fuerte la proyección mágica de Patricio Rey, su capacidad para recrear con suficiente intensidad un orbe de nuevas instancias épicas y de planos extendidos de extasis para el inicio de nuevos recorridos que nos montamos de inmediato a ese bondi de enigmático destino. Y de allí, sin retorno a la maravillosa deriva de los que saben se van descolgando del cielo cimentado por los ordenes tradicionales de las instituciones capitales para descubrirse, trastabillando pero de pie, en la intemperie de lumínicas tormentas.
Hernán , Seba y yo a los que ahora habíamos sumado a Quico Spolnik y a Rodrigo nos convertimos en fervientes admiradores de Gulp de su endemoniada efervescencia fabricada con la viola de Skay Beilinson y con el saxo de Willy Crook y más que nada del lastre corrosivo de su poesía tragicómica tan a tono para ironizar sobre los tiempos que comenzaban a correr y de la que era responsable ese cada vez más extraño y más querido hombre calvo que oficiaba de cantante y cerebro de la banda. “El infierno está encantador” y “la Bestia Pop” eran nuestro manual de instrucciones para desactivar el hastio que la mediocridad creciente de la vida nos imponía como si fuera una bestia constante capaz de devorar en un segundo nuestras incipientes ganas de vivir. En ese comienzo de lo que podría denominar como saga urbana lo único que teniamos en claro era la banda de sonido que acompañarian los días venideros. El Colorado se había dedicado a escuchar sobre todo Oktubre -disco que nosotros en un primer momento evaluamos más serio, más adulto y si se quiere más triste aunque a ninguno nos convencia esta última palabra que jamás empleamos para calificarlo.
Una mañana en el colegio el Colorado fue amonestado por pasarse todo el tiempo en que duró el módulo de Física reproduciendo en una hoja a las multitudes de Rocambole que caminaban hasta el fin de los sueños desde la tapa de Oktubre, en la de Física, en la de Matemática y en la de Lengua también ocurrió lo mismo, los profesores lo miraban azorados al ver la inmutabilidad del Colo ante las sanciones. Estaba enceguecido con el brillo siniestro y humanizado de aquellas masas que parecían avanzar buscando el horizonte de un nuevo relato que las contenga y les vuelva a dar sentido. Después, al poco tiempo nomás me enteré que el padre y la madre del Colo fueron miembros del PRT. Allí corroboré el tan mentado traspaso genético de la izquierda. Estudiaba los rostros con un detenimiento que nos asombraba a todos, distinguiendo en la muchedumbre a obreros portuarios, nuevos desocupados y fantasmales madrecitas solteras en busca de alimento para sus hijos. Todavía no se le había dado por el dibujo como una práctica racional que le daría sustento a su vida pero ya se entreveía un fuerte apasionamiento por este tipo de lance artístico. No solo la gráfica que los Redonditos disponian en cada una de sus placas lo alucinaban diría por completo, también vivía el contenido de cada una de las canciones mientras las iba escuchando con la tensión trágica y dramática que se puede desprender de un film de Tarkosky o de Visconti o de una novela de Dostoiesky. Tirado en la cama, vibraba ante aquellas representaciones con los ojos clavados en el centro del techo como si de allí surgiera, viva, la pantalla de un cine multidimensional. Una vez nos dijo que “las muchachita fatales en blancos zoquetes chinos” estaban orinando sobre su cabeza, otra que las monjas verdes revolucionarias proyectaban su sombra contra la pared de la pieza y otra la que más nos sorprendió por su difícil representación, que un tren gladiador estaba a punto de abordar el andén.
En un breve lapso de tiempo nosotros también, inoculados por la poética de elixir aguardentoso que emanaba del misterioso halo del disco negro alcanzamos la adultez de Oktubre, Gulp aunque nos seguía gustando como siempre nos parecía un tanto sencillo y ya paladeabamos las arenas complejas y politizadas en las que nos desembarcaba el segundo disco. Eso sí, ya teníamos dentro del corazón desbordado por tanta vivificante estratagema Solari-Beilinson, todos los himnos del Baión, uno a uno escalonados como enérgicos proverbios libertarios, lo que nos daba una sensación diría refrescante para emerger y salir del pantano lujoso de Oktubre. Pasamos interminables tardes de siesta luego de salir del colegio en lo del Colorado comparando discos. Disquisiciones adolescentes para matar el tiempo. Una de esas tardes, fría e impetrablemente gris como cuadra a toda gran tarde, fue que cayó Seba con lo que para todos resultó ser “un hecho fundamental para nuestra vida”. No creo exagerar ni ahora que el tiempo a disipado la coloración heróica de esa época y que la distancia podría provocar un sustento de ironía capaz de disolver sus sólidas columnas donde se acentaba estrambótico y vital, un mundo. Los densos avatares del colegio, las suaves cavidades de las chicas que ya nos estaban brindando, inclementes, nuestros primeros desvelos, el fútbol en su carácter cuasireligioso fueron desplazados por un puñado de canciones. Seba se había ido a pasar unos días a Mar del Plata con sus viejos, de Locuras, de ese localcito en una galería próxima al mar, de allí trajo el tesoro. El Colorado vino con dos tetrabrick de Bordolino blanco que guardaba en el fondo del congelador y mientras los ibamos vaciando desde uno de los vértices agujereados del envase, de a poco con tragos cada vez más largos, escuchamos por primera vez el pirata de Stud Free Pub. Uno nunca sabe por que hay momentos irrepetibles por que hay instantes que forjan una aleación tan fuerte en la memoria que dura hasta el día de nuestra muerte pero los años que siguieron a la primera escucha de ese pirata -en eso coincidimos Hernán, Seba, todos -fueron los más apasionantes de nuestras vidas. Si ya teníamos el fanatismo a full con los tres discos de estudio, ese primer “inédito” nos terminó de volar la cabeza. Estabamos terminando el secundario y nadie pensaba que carrera ibamos a seguir ni con quien mierda nos ibamos a casar ni nada por el estilo. Solo esperábamos el momento de ir a ver a los Redondos. Mientras tanto “El Regreso de Mao” era, lo podría decir sin temor a equivocarme, nuestra invocación sagrada para salir por la noche a configurar nuestras almas de aspirantes a freaks. Yo creía que detrás de todo ese sonido que dentro de esas canciones y del espectro que ellas irradiaban viviríamos una loca bohemia en la última década del siglo XX. Es verdad que tal cosa nunca existió de modo pleno, pero también es verdad que los inéditos de Stud Free Pub hicieron todo lo posible para que nosotros sintiéramos que sí, que estabamos viviendo en realidad un tiempo no ordinario y encantado. “Ay Roxana Porcelana, en el panel de video, la ratoncita divina del Dr. Jeckill”. No era raro que este fraseo del Indio fuera nuestra habitual forma de desayunar. El hálito de misteriosa poesía de los inéditos nos tenía bajo su influjo las veinticuatro horas. Y nadie quería por nada del mundo salir de su manto.
Yo no se si fue durante el cumple de Seba o del Colo pero, cuando la madre del primero nos encontró a todos totalmente en pedo recitando la Oración del Niño (el Colorado parecía el Papa bendiciendo con gintonic a las chicas) fue que se pudrió todo y mal con el asunto de la secta. La madre de Seba llamó a la mía esta a la del Colo y allí la interminable cadena que terminó primero a llevarnos a comparecer ante las autoridades del colegio y después oh, no! a declarar en la seccional de policía. Los niños buenos de la Acción Católica colaboraron desde sus pasquines dominicales acusando continuamente durante casi todo el año, con argumentos rayanos en la más estúpida de las demencias, de que los Redonditos de Ricota la banda en si y sus seguidores eran y formaban parte, en verdad, de una secta satánica destinada a romper con el ordenamiento cristiano de la sociedad. El tío de Rodrigo, vigilante de alma y servicio durante la dictadura con altos contactos tanto en el Obispado como en la Federal mandó, en un operativo con un despliegue casi cinematografico a allanar nuestras casas buscando elementos vudú o umbanda – eso salió en los diarios locales, loco, un delirio- así también como drogas duras y armas de guerra . No obstante la difícil situación sentiamos un particular orgullo de que nuestros gustos juveniles nuestras preferencias musicales causen tanto revuelo alrededor como si experimentaramos el poderoso y verdadero efecto de los inéditos que no sólo convocaba a nuestros instintos más libertarios y líricos sino que también ponía los pelos de punta a todos esos sectores que ya lo sabíamos con creces, desde siempre habían conspirado contra las verdaderas ansias de conformar una sociedad libre e igualitaria. Aunque desde nuestras casas nos prohibieron que nos juntásemos, algunos padres por el solo hecho de evitar más quilombo y otros realmente catequizados por los viejos órdenes represivos, clandestinamente todos nos seguimos viendo y afirmando nuestra marcada vocación de ricoteros. El Colo empezó a traer la Cerdos de Capital y de allí comenzamos a argumentar bien nuestra posición. Eso sí teníamos que entrar las revistas ocultas bajo el pulóver para que nuestros viejos no nos echaran definitivamente a patadas en el culo. Con esta especie de censura cobraban un plus extra las lecturas de los fabulosos editoriales de Enrique y los relatos urbanos de Vera Land, los ensayos ebrios de Jorge Piroski y los poemas de Miguelito Lenz como si nos vieramos arrastrados a las fuerzas imposibles de dominar pero plétoricas de placer de las más salvajes libertades. Más ardientes y depravados se tornaban los “To Hell” y más insistiamos en conseguir toda la discografía allí citada desde discos de Jhon Coltrane hasta New Order, así también como la abultada bibliografía que Symns declaraba indispensable para la mochila del nuevo gladiador urbano: Miller, Bukosky, Artaud, Ballard y otra vez Burrouhgs . Mientras tanto la vida seguía allí con su rostro impasible de devoradora de ilusiones, de serial killer de las más volátiles esperanzas. Debería apuntar que nos habíamos olvidado casi de ella como tal, habíamos logrado producir un tiempo paralelo excento muchas veces de todas sus miserias para abocarnos por completo ser soldados del Indio, alucinados marineros de la nave corsaria de Patricio Rey, con ella ibamos a conquistar un mundo.¿Qué nos llevaba a tales razonamientos, a acometer con semejante empresa? No lo sé, seguramente no haya forma alguna de explicarlo solo me queda por decir que en el embriagante menjunje de los inéditos, en esas extravagantes piezas de colección, flotaba el fuego ardiente que encendiaba nuestras mentes y el cual enarbolábamos como único estandarte en un mundo achatado y homogeneizado donde los efecto devastadores de lo que se empezó a llamar capitalismo salvaje se estaba chupando segundo a segundo toda la magia, todo el misterio, todas las ganar de vivir o de morir por algo, que es ahora que lo pienso bien es exactamente lo mismo. Abandono el aparato reflexivo para internarme de nuevo en ese oasis de nuestra vida que significó el primer descubrimiento de los Redonditos y en especial lo que con el Colo y Seba hemos denominado “los años dorados de los inéditos”,”los ineditos como la banda de sonido de nuestros años felices” años, sin dudas colosales, en amores, en excesos como medida de nuestra potencia vital y en un hermanaje de amistad que sé no se volverá dar jamás en nuestras vidas. Cuando pienso en esos años siento como un melancólico cóndor de fuego sobrevuela el interior de mi pecho, inflamándome de viejas pasiones. Cuando hablamos de esto el Colo que ya leyó a Proust me dice que no pude no acordarse, del gusto del vino con coca o de la cerveza con ginebra o del aroma plebeyo de los 43/70. La última vez que lo ví, como no podía ser de otra manera en la dársena sur esperando “su” barco, me dijo mientras encendía un cigarrillo de origen belga si todavía tenía el cassette de “Casa Suiza”, el que tenía la mejor versión de “El hombre eléctrico”. No le respondí ni sí ni no, le retruqué con otro recuerdo imposible de desligar de la canción que acababa de nombrar. “Te acordás cuando entre tres milicos te agarraron del cogote en la comisaria y te preguntaron quién eras. Te desligaste de sus manos de un golpe y empezaste a cantar “Yo soy... Yo soy... nadie” Los milicos te miraban como si fueras un extraterreste. Salimos de la comisa cantando “chirabchichire che chirabchire rerere rerera” hasta perdernos otra vez en el fondo de los bares. Para esa época ya habíamos ido a ver a los Redondos a un par de Obras, a La Plata y a Parque Sarmiento. Seguimos consiguiendo unos cuantos “inéditos” más pero creo ninguno con el influjo sutil y deletéreo de los primeros. ¿Cuántas noches estuvimos tratando de traducir algunos de los términos que nos parecían confusos? Ahora- después de que miles de revistas han publicado las letras de los inéditos- parece medio boludo, pero nos costó dilucidar que no era el Viejo Caniche Alemán sino el viejo Caryl Chessman , ahora es fácil hasta el más tarambana sabe de las desventuras sexuales del pobre Caryl o a través de Foucault sabe que es el panóptico? ¿Saben? La tarde que perdimos con Camerún en la apertura del Mundial de Italia con el gol de cabeza del negrito Milla cabeceandonos casi debajo del arco, tarde en que nos preparábamos para que llegue la hora de abordar el tren que nos llevaría a ver a los Redondos. Conocímos un personaje en la cantina del Círculo Italiano que nos sorprendió y de alguna manera hirió sin quererlo y circunstancialmente nuestra celosa sensibilidad de patrones de aquellas canciones de culto. Estabamos en ronda de cerveza con ginebra cuando Pancho se puso a cantar algo así como que perdimos con los negros pero no nos vamos a calentar.... Después de despejar con este cantito gracioso la mufa por la derrota de la Selección, quedamos con las gargantas cebadas para seguir cantando, “se adelantó el regreso de Mao” cantó y gesticuló el Colo con cierta pose tanguera. Todos lo seguimos. Después el mentado Potpurrí, cuando estabamos en el falsete de Ay mariposa Pontiac que va a ser de mi... el morocho que estaba detrás de la barra suplantando en esas horas desiertas al titular Rene, se sumó burlescamente a nosotros, e imponiendo su voz con un conocimiento absoluto de la melodía y la letra. De donde las sabés le dijo Pancho y sus dos ojos parecian dos cuarentaicinco apuntándole a la cara. Esa canción es viejísima la tengo grabada de la época de Malvinas cuando pasaban nada más que rock nacional. Tal era nuestro celo guardián de los “inéditos “ que sentimos una enorme desazón y que de alguna forma el morocho nos estaba birlando algo. Pero de un momento a otro, integrado por una súbita simpatía paso a ser el gran Negro de Mariposa Pontiac y cada vez que fuimos al Circulo lo hicimos cantar. Así de bellamente enfermos fuimos. Quizas para muchos todo esto resulte incomprensible, cuando no estúpido o delirante, son los que seguro nunca estuvieron en nuestras pieles, los que no estuvieron asando un nonato en el parque mientras la pequeña y no nacida bestezuela se cocía al vapor de “Hombre malo, mago bueno”, también conocida como “Mi genio amor” y la vida era el mejor laberinto donde perderse siempre y cuando llevasemos los “inéditos”. Los recuerdos se suceden uno trás otro, fragmentos, iluminadores perlas en la noche del dolor, microparticulas determinantes de la realidad que se sucedería en el futuro, pequeñas visiones de alucinados, poca cosa ¿no? pero todo, esas inigualables noches de viernes desentrañando el estribillo de “El gordo tramposo” en la esquina donde la lluvia se convertía en la escenografía perfecta para otro crimen. Todavía parece traspasarme su humedad nerviosa, su vendaval de día de gloria. Lalalalalalá Lalalalalalaaaaaaaaalá.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Faaaaa hay frases acá que no me las olvidó más. Yo vivo lo tuyo pero en otro tiempo, con floogers, maricas y emos, seguramente lo estaré viviendo mal. Pero hoy conseguí un disco más de los redondos, y volví de la casa de una buena amiga con unas cerdos y peces bajo el brazo, las odio y las amo, me son tan contradictorias como lo es una Fierro actual.
No juzgo mi tiempo, quizás el y sus errores me permitan saborearlo todo sabiendo el final de antemano, bueno o malo es lo que se me impone. Hace pocos años comencé a escuchar los redondos, al mismo tiempo que conocí la obra de Whitman y me toco juntarme con los más buenos. Deduzco que una cosa llevo a la otra.
Creo que todos somos peregrinos de patricio porque de una u otra forma, más extrema o no, el provocó en nosotros la sensación de rebeldía. La esperanza de manejarnos solos, siendo parte de una tribu de avanzada que busca un poco más que mover las caderas.

Anónimo dijo...

que bueno que hayas vuelto a subir estos textos, ya los extrañaba, a veces me pregunto si realmente seran textos escritos por el indio, o seran flashes tuyos, cualquiera de las dos opciones sea, los textos estos son muy buenos

espero el proximo