2008/11/04

Almorzar con Fito

Lo encontré comprando un micrófono para el piano en una de esas casas de música que se alinean sobre la calle Sarmiento. Serían aproximadamente las doce del mediodía y después de que nos habíamos despedido, volviendo sobre nuestros pasos decidimos ir a almorzar. A Fito Páez lo conocí hace más o menos un año una noche en que vino a vernos a Cemento y antes de que nosotros comencemos con el show buscó a Poli en algún rincón de la barra y le pidió si era posible, con la humildad del último fan venir a saludarnos a los camarines. Entró con cierta timidez hasta que lentamente y en pequeñas dosis elegantes como cuadra a toda persona inteligente fue colmandonos de elogios. Fito demostró una actitud casi reverencial hacia nosotros sin dejar de tener en cuenta que no somos dioses caidos de un planeta extraño sino sus pares , sus colegas. Yo podría decir que a mí si bien su música nunca me cautivó demasiado, siempre he visto en él un númen macabro, una autentica densidad poetica que provoca un contraste de muy buen gusto con las cancioncitas pop que presenta. Tiene pasta de rocker, no me cabe la menor duda y eso me gusta mucho. Me gusta que se distinga y se aleje del prototipo de baladista autista que se empalaga en su propia mierda-melífera. La noche que nos vino a ver a lo de Omar Chabán estaba literalmente roto. El caño maestro que, teniendo en cuenta la plomería emocional, conecta el cerebro con el corazón parecía sufrir grandes pérdidas. Esa noche en las inmediaciones del camarin de Cemento me sentí un poco en la rara figura de hermano mayor o como un padre al intentar, creo que por los medios mas ortodoxos, soldarle las fisuras, que lo tenian como descompuesto. El pibe de Rosario quedó muy agradecido, así que cuando hoy me vió entrar a la casa de música largó todos los micrófonos y vino a darme un abrazo. Luego se tomó la cabeza y me pidió disculpas por no hacerme llegar los libros de poemas de Bukoski que me había prometido aquella noche en Cemento. Surgió de él ir a comer algo. Acepté y nos internamos en un bolichito infame de la calle Sarmiento. Yo quería abandonar un poco el papel de consejero (no me gusta) con el cual nos conocimos. Esperaba que sea él, el que esta vez arranque la jugada.
Nos sentamos en una pequeña mesa contra la vidriera y pedimos milanesa napolitana con mixta y vino de la casa. A la segunda jarrita de un blanco de damajuana que pese a su oscura coloración se dejaba tomar, la conversación se puso más de ida y vuelta. Me preguntó si conocía una pepa nueva que se llama Gorbachov, le dije que desde los últimos embarques de LSD californiano circa 1975 no curtía nada parecido a ese tipo de cosas. Me preguntó si había leído “Ponche de acido liségico” de Tom Wolfe. Están envenenando a la gente me dijo con una aguda voz nasal. Citó, entre otros, nombres como “Dragón”, “Pitufo”, “Micropunto” y no me acuerdo que nombre más. Con indignación me dijo que eran pura mierda compuesta por vaya a saber que clases de anfetas, nada del viejo néctar de centeno de Albert Hoffman. Según mis calculos, si el rosarino es como dice del 63, salvo que haya tripeado a los doce años, nunca conoció el verdadero ácido. Hacía unos días había tomado un Gorbachov y sintió como los brazos y el pecho se le trasformaban en el más duro de los metales, no hubo ningún trip mental, puro efecto físico, se lamentó. Intenté explicarle que el universo de las drogas es paralelo al mundo de la ideas. Que a ideas más materiales, más mezquinas les es correlativa una “papa” más burda y menos experimental. Después pasamos a lo que denominamos entre carcajadas piadosas “El Hospital” hicimos un recuento (tuvimos la gracia de no incluirnos) de los amigos desquiciados entre otras cosas por la merca. Sin dar nombres intentamos, ahora que se está por cerrar la década (esta de moda habla de los 60 los 70) una suerte de historia del papeo en Buenos Aires. Estuvimos de acuerdo del abuso que se había hecho de la cocaína. Me causó gracia cuando con rostro perturbado dijo que “Tanta no era necesaria” que “desde el 80 para acá la nariz manda en el rock nacional”. Pedimos otras milanesas y otra jarrita de blanco. Le dije, improvisando una teoría, que acá la camerusa llegó relativamente tarde, que en EE.UU desde fines de los sesenta ya había petrificado todo y que acá con los “montos” copando el espíritu juvenil con todo su “papo” de integrismo católico y ascetismo revolucionario, la droga casi no existía solo estaba confinada a los reductos más freak que te puedas imaginar a las marginalidades herederas del tango. Me preguntó si era verdad la historia de un militante de Montoneros que fue juzgado por un tribunal revolucionario, acusado de fumar porro. Le dije que no conocia la historia pero que con tranquilidad podía ser cierto ya que ciertamente existía una moral muy rígida entre las organizaciones armadas. Mientras deglutía el último bocado de milanesa y se aprestaba a encender un Galaxy (fumo suave porque tengo la garganta hecha mierda ,dijo) Fito me preguntó si me imaginaba un país montonero.¿Cómo me lo imaginaba?. Un país gobernado por Firmenich. Eche mano a un exabrupto de Rodolfo Fogwill, el escritor amigo de Enrique que ante la misma pregunta formulada por un grupo de estudiantes de Comunicación exclamó: “si el Pepe gobernara estaríamos todos picando piedra en Usuahia”. Evité con la boutade de Fogwill la respuesta grave que Fito me exigía. Coincidimos en que el gobierno de Alfonsín, había fracasado, que no tenía vuelta atrás, me dijo que el había depositado ciertas esperanzas, que le parecía que era el tipo ideal para liderar el retorno a la democracia pero se sentía defraudado. Yo le dije que jamás creí que la democracia, tal como esta planteada, sea panacea social de nada y menos la democracia radical tan falta de pasión. Discurrimos un buen rato sobre el espíritu peronista hasta que tanta política comenzó ha prometer una mala digestión de las milanesas. Pedimos la última jarrita de vino y ensalada de frutas. Estaba por hincarle el diente a un trozo de durazno mientras escuchaba a Fito quejarse porque en ninguna librería de Buenos Aires pudo encontrar libros de Corso ni de Ferlinghetti cuando detrás de mí sentí un enorme barullo de pasos y de voces arremolinandose. Sin mover la silla me di apenas vuelta y vi a unos pibes que se acercaban. Vienen a pedirle un autógrafo a Fito pensé. Me quise morir cuando vi que en realidad los chicos venían no hacía Fito sino hacia mi. Me abrazaban con verdadero afecto mientras me decían que éramos la mejor banda de rocanrrol del país. No tendrían más de veinticinco años. Me cruzó por la cabeza la famosa frase de Warhol y la sentí pringosa, molesta y decadente. Era increíble pero más pibes ingresaron al boliche. Hasta pensé que era una joda tramada desde un bar próximo por alguno de los turros de mis amigos. Pero todo lo que sucedía era auténtico. Los chicos me reconocen por la calle. Hasta el momento una sola vez un kiosquero me reconoció. Esa vez mientras trataba de meterme los cigarrillos en el apretado bolsillo del jean, me pregunto si era el cantante de los Redonditos de Ricota. No supe que hacer. Ahora era peor, como quince monitos alrededor de la mesa con ganas de quedarse a charlar y chichonear un poco. Como pudimos, con la máxima simpatía posible, nos escabullimos. Sentí la vertiente bipartita de una enorme contradicción en el seno de mis cavilaciones mentales, por un lado el halago impensado, el reconocimiento ( sería necio decir que no es gratificante que pibes tan jóvenes lo admiren a uno que ya está de vuelta de muchas cosas) y por otro también la experiencia turbada por el ingobernable fastidio producto que este tipo de comunicación provoca en mí. Siempre me gustó entablar diálogo con interlocutores reconocibles, tener una recepción revelada de quien se sitúa adelante e identificar cada uno de sus pequeños códigos. La situación, no lo puedo negar, me puso más bien incómodo y nervioso y en tal estado es difícil entablar un buen diálogo. Si yo me encontrara con la gente que admiro indudablemente me cruzaría de vereda para evitarlos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Andres:
conseguis recrear un clima de época q genera una mezcla de placer y melanconía, y no tengo dudas q, a partir de ahora, el encuentro YA ocurrió.