2009/05/02

Indio en New York. Soho

Estamos de vuelta en el hotel. Todavía persisten en mis oídos los murmullos del Soho, variaciones del ingles entremezcladas con el afinado andar de los autos, un idioma que al ser parloteado con la fluidez y la cotidianeidad con que lo hacen los americanos se me vuelve absolutamente desconocido y me hace pensar por momentos que estoy en una gran ciudad de locos o peor que soy yo el que está completamente loco por no entender nada de lo que dicen. Si bien comprendo algunas palabras, frases habituales, letreros de marquesinas e indicadores, mi inglés es muy pobre me pierdo por completo en el entramado fino del dialogo newyorquino, en esos breves latiguillos léxicos y en esa suerte de onomatopeyas significantes características del idioma usual de tal o cual lugar, que en cualquier esquina de Buenos Aires uno descifraría sin dificultad y que representan una situación en especial, códigos que te integran o señales del mismo estado de ánimo de la ciudad. En New York me es imposible. Por momentos me siento perdido, un idiota al que se le escapa por completo todo la sutileza del argot urbano y con ello todo el entendimiento de una ciudad. Se que en el fondo es un problema de quien gusta observar y sumergirse de un modo medular en cada lugar donde este parado. En alguien como yo que le gusta ecualizarse a fondo con las circunstancias reinantes. Estas limitaciones no hacen que no considere a New York como la megápolis más impresionante que mis pies han pisado. Buñuel decía que el mero contacto de sus zapatos con el asfalto de la Quinta Avenida cambiaba su metabolismo instantáneamente, su sed, su imaginación, los latidos del corazón mutaban del mismo modo que si hubiera ingresado por los andariveles estremecedores de otro planeta. Algo de eso hay en las entrañas de este singular monstruo moderno, en esta, sin lugar a dudas, Babel de fin de siglo. Mientras los ecos del Soho se van apagando y mi cuerpo se va adaptando otra vez a la quisquillosa arquitectura del hotel, me siento en la barra del bar a tomarme un wisqui en su modalidad digestivo. Me acerco a Tobías, el barman mexicano, y le pregunto por un scocht de etiqueta verde. Con él hablo español, por suerte. Le digo que lo acabo de beber en Barolo, el restaurante italiano de West Brodway. Si no me equivoco la etiqueta verde tiene dibujado un castillo en penumbras. Tobías aguza su mirada en la hilera de botella, la recorre con detenimiento pero a la vez con concentrada velocidad, parece un bibliotecario obsesivo buscando un libro extraviado. No dudo que la encontrará. Old Castlle Ireland, dice con mucha cancha sacando con un elegante movimiento de su brazo una de las botellas del fondo del bar. En un segundo riega mi vaso con un esplendoroso hilo dorado de origen irlandés. Siento ganas de contarle que fuimos a cenar a Barolo, no solo por sus inigualables raviolis de calabaza con salsa de arenques que tanto nos recomendó Pet, el saxofonista australiano que para en este mismo hotel, sino por su nombre. Pero como contarle que fue en el exótico y desgreñado departamento que alquilaban Skay y Poli y del cual Symns era huésped vitalicio ,próximo al pasaje Barolo en Buenos Aires, donde concentramos meses y meses para dar a luz ese titánico álbum negro que se llamó OKTUBRE. Podría entenderme el mexicano? Seguro que no. Sería muy difícil explicárselo. Así que me zambullí solo en el viaje mientras Tobías miraba en la tv los Ranger vs Bulls. Rememoré la ventana que daba al pasaje, sus cortinas rojas y el asombroso olor a libertad que el fin de la dictadura había sembrado en Buenos Aires. Sin embargo Patricio Rey estaba embarazado de una claustrofobia no muy fácil de identificar. Como si en el interior de esa libertad naciente buscara aún el espejo de libertades cada vez más amplias. Liberaciones cósmicas metafísicas y por que no políticas. Igual que si viejos sueños vendrían a reclamarle su lugar al sueño nuevo. Al tercer Old Casttle me imaginé que tipo de música hubiésemos producido con Skay si esos años ochentas nos hubieran tomado en un lugar como estos. En la New York desangelada de fines de los ochenta donde el índice de criminalidad trepó a su punto más alto. Nos imaginé en un tugurio del Soho haciendo lo mismo. Saliendo a tomar un trago al CBCG y volviendo con los bolsillos llenos de nieve para terminar de componer Motorspico. Le pregunto a Tobías que parece adormilado por el tequila y por el fútbol americano si es verdad que el Soho ha cambiado tanto como dicen. Sin que yo le pida vierte más scotch sobre mi vaso y apoyando con comodidad los codos sobre la barra, saca su personaje “Guía de turismo” y con todo el acento mexicano que acuñó en su Guadalajara natal me cuenta que sí, que solo basta con preguntarse donde están los artistas que antes poblaban el Soho. Se han ido todos o casi todos- dice con gracia. Las grandes marcas como Dolce & Gabanna, Banana Republic y Gap han invadido todo, los precios se han ido por las nubes. Todo ese género intelectual y bohemio que alguna vez se dio cita en Soho se ha desplazado a Chelsea, el nuevo barrio “trendy”. Si quieres encontrar arte, moda y estilos de vida diferente pues no tienes más que irte a Chelsea- me dice. En el Soho ya no encontrarás nada. Creo que Tobías es demasiado lapidario para con el viejo Soho. Hoy ni bien dejamos atrás el Greenwich Village y atravesamos Houston Street, sentí que ingresaba en otro submundo interno a New York. Es verdad que la plaga voraz de las grandes marcas a invadido todo e implantado su sello en la fisonomía del espacio, pero todavía se conservan los mastodónticos esqueletos de hierro forjado, los cast iron que Andy Wahrol y su fauna convirtieron en estrafalarios lofs allá por los sesenta, se puede apreciar todavía el rumor de su deliciosa decadencia supurando de cada una de las vigas de acero que conforman el techo de esos palacios. En Screaming Mimi´s una famosa casa de ropa vintage, todavía conservan intacta una pared donde un anfetamínico Wharol escribió sobre ella el guión de uno de sus films más experimentales, “Sleaping...” dice en verde, Sleeaping más abajo en rojo y por ultimo “Sleaping- End en amarillo. Eso es todo, pero es mucho. Todavía el SOHO me sigue pareciendo un lugar de gran encanto. Esta tarde mientras caminábamos por Lafayette St. casi llegando a Chinatown paramos a mirar los libros de arte que un vendedor callejero tenía en una especie de carrito. Estaba inmerso en el universo Magritte cuando entreví por debajo del libro mi rostro pegado en forma de sticker en el carrito. Una adhesivo algo despintado con la leyenda “Monarca de estas tierras”. Debo aclarar que todo esto solo me produjo un creciente espanto. Me imagine que el morocho que nos estaba por vender un libro en cualquier momento se me abalanzaba a abrazarme. Pero no. Por suerte no. Virginia no pudo quedarse con la intriga a cuestas y después de pagarle los diez dólares por el libro de Magritte le señaló el adhesivo –Whats- le dijo al negro. El negro no descendiendo de su bastísimo universo cannábico nos dijo- Argentinian, girls argentinian. El espanto se trocó en emoción. Sin más. Después de este episodio con la excusa paranoica e interior de querer proteger mi preciado anonimato newyorkino, nos pasamos unas horas en el Museum for African Art, genuino arte subsahariano, que oh paradoja en Africa no se consigue. Por primera vez en este viaje sentí el consabido pillaje que las garras del Imperio siguen ocasionando hasta en los puntos más remotos de la tierra. Traté de disipar de mi cabeza los restos beligerantes de catilinaria psicobolche que aún persisten en mí para que no me amargue mi paseo por el Soho. Así me perdí en las deslumbrantes figuras de madera en tamaño natural y en las máscaras pintadas a mano con colorantes extraídos directamente de savia de árboles y hierbas ignotas. Una de ellas me dejo realmente cautivado. Pensé en lo lindo que sería reproducirla en miniatura y regalarla como un souvenir a los chicos con el próximo disco. Esto salí pensando del Museo en la ya cerrada noche de Manhathan, hora en que rostros diríamos peligrosos elevan el hambre y las ganas de encerrarse en un seguro restaurant iluminado. Le dije al chofer que manejaba el taxi, salvadoreño por supuesto, que pase por el CBGB, solo quería volver a ver su fachada, otro día volvería. Le comente a mi compañera que CBGB, es la sigla de (country, blue-grass, blues). Sí aunque parezca mentira en ese sucucho infame nació el rock. El salvadoreño aceleró por Bowery hasta Barolo.

2 comentarios:

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