Nunca pensé que iba a ser padre. No me veía en ese rol. Desde la adolescencia estuve convencido que era miserable y egoísta traer más gente a este mundo.
Ese pensamiento lo mantuve durante años. Me parecía injusto y descabellado poner en marcha un alma más en las travesías de este infierno.
Más cercano en el tiempo me pregunte cuán difícil sería ser el hijo del Indio Solari. Sin embargo, sorpresas de la vida, respira Bruno, la estrella reluciente de mis días.
Virginia a comprado Clarín y me muestra la tapa donde aparezco con motivo de este gran suceso.
Cosas como estas me llevan a preguntar en quién me he convertido. ¿Cuántas personas aparecen en la portada del diario de mayor tirada del país con motivo de su paternidad?
Indudablemente los que dicen que un hijo te cambia la vida tienen razón. Tal sentencia provocaba en mí un inmediato repudio, me parecía una impresión de lo más banal, hija directa de la más viscosa responsabilidad burguesa.
No pensé nunca que realmente fuera tan fuerte. Ya pasada la euforia de las primeras horas donde mi corazón subió y restalló de gozo contra las constelaciones, comienzo a descubrir mi propia metamorfosis.
Mi piel, mi viejo cuero de guerrero noctívago, se fortifica y se conmueve ante la presencia de Bruno. Siento abrirse sucesivamente una nueva vitalidad como si, fuente de su protección, me prepararía para defenderlo de las inclemencias del mundo.
Este es uno de los miles de cambios que he sufrido en estos días. Todavía los estoy estudiando. Mientras Bruno deja de extasiarme con sus breves movimientos de querube, trato de recepcionar toda esa andanada de mutaciones.
Un hijo es el gran trip. El violento derrumbe de un campo perceptivo añejado en viejas mañas que da paso a otro tan novedoso como un planeta nuevo.
Todavía las palabras no llegan a cubrir las sensaciones de estos días. Ando a tientas.
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