2009/05/02

Indio en New York. Central Park y después

La verdad es que New York me seduce cada vez más con sus límpidos laberintos de cotizado cemento. Una suerte de conexión interna con la música beebop de sus calles, con sus aromas y con todo el impacto de su vértigo cosmopolita se ha adueñado casi, casi de todos mis antojos. Pasan los días y cada vez me siento menos un extraño en este interminable mosaico de individualidades a veces perversas pero en general representativas de la más clara de las libertades posibles. Contrariamente a mis primeras impresiones en los primeros viajes, donde una vibración en el cerebro y la piel parecía indicarme que la capital del mundo era solo un buen paseo, un divertimento de paso, el circus fantástico de la high tech mimetizada en el tráfago de su cotidianeidad, ahora siento que también Nueva York es un buen lugar para vivir. Para que mi familia viva los últimos años de mi vida. Esta tarde mientras tomábamos una cerveza en el Carnegie Hill Brewing Co. y hojeaba una cartilla de exóticos bocadillos orientales se lo hice saber a mi compañera. En sus ojos encontré una respuesta ambigua pero positiva. Mudarse de ciudad. Mudarse de país. Le conté, creo que por segunda o tercera vez el momento de excepción que fue mi llegada a Buenos Aires, a casa de Skay desde La Plata. Fue el instante en que sentimos que los Redonditos pedían a gritos que nosotros, sus más íntimos integrantes, nos juguemos por completo. El llamado del éxito y la gloria. Aunque ahora, a través de los años, suene rimbombante cuando no como una obviedad que se cristaliza solo con la realidad ya en las manos, debo confesarme que algo de ello hubo en ese paso turbulento. En los últimos días en La Plata. Mejor dicho en los últimos meses, sentí que ese viaje era imprescindible para nuestra suerte, que si me quedaba en La Plata mientras Skay y Poli se instalaban en Capital Los Redonditos iban a seguir su camino, seguramente que sí pero un camino artesanal y acorde a nuestra pequeña historia, pero ese llamamiento de la ciudad devoradora era el pase perfecto y sobre todo esencial que nos catapultaría a donde después por fortuna llegaríamos. Fue muy evidente esa encrucijada del destino, o me quedaba en La Plata o desembarcábamos completos en Capital con toda nuestra carga de ambiciones en los bártulos de la imaginación y de la música. Las cosas salieron bien. No fue en vano trasladar mi pesado corazón de un lugar a otro. No me lo ha preguntado Virginia pero la verdad que me pondría en un verdadero aprieto si me preguntara por que motivos concretos nos vendríamos a vivir a Nueva York. Pasado los cincuenta pirulos con buena parte de la carrera artística casi hecha, con un mito grande como las Montañas Rocallosas sobre las espaldas que haría el Indio Solari en esta ciudad sino retirarse, vivir los últimos años de su vida, disfrutando su golpe de suerte, relajándose entre las tentaciones de Nolita y Tribeca, colmándose de music hall y incursiones al más subterráneo mundo del CBGB, tratando de vivir solo como espectador el génesis de una nueva etapa de la cultura rock, cambiándose camisas de Prada para que las destiña el sol del Central Park, mirar caer la nieve por la ventana de un piso que da al Rio Hudson o a la 5 Avenida. Escribo esto y cambio de parecer. No desisto de creer que Nueva York es el mejor lugar del mundo. El lugar donde el fuego crece creando múltiples infiernos de confort. El lugar donde por lo menos a mí no me alcanzaría jamás el virus del tedio y el aburrimiento. El retiro perfecto bajo el neón y la creatividad de la usina creativa del planeta. Pero... hace falta que me lo explique. Hace falta que enumere la gran cantidad de cosas que me atan a la zona roja del amor incondicional. Podría vivir por ejemplo, sin el hilo de tensión que me recorre todas la mañanas al abrir el diario y sentir que aunque prisionero de mis venturas en el bosque encantado de Leloir cerca de allí a muy pocos kilómetros el corazón gastado de emociones de los redonditos están latiéndose la vida.

Ultimo día en Nueva York. Virginia se ríe porque he desistido por completo a recorrer con John, el subgerente del Hotel, algunas inmobiliarias de Manhathan. Lo dejamos para el próximo viaje le he dicho con gesto esquivo a John que ya se calzaba su tweed gris para llevarnos en su auto. Caigo con poca hambre al tradicional breakfast del hotel. Me había acostumbrado a comer temprano como los yanquis pero hoy sacudirme las tripas tan temprano con huevos y café me parece aberrante para mi salud. Le agrego un toque de leche a la pequeña tacita de café y miró las fotos que han quedado archivadas en nuestra cámara digital. La primera que aparece es la fachada del Dakota, el sitio exacto donde Chapman despachó a Lennon. Con un exquisito morbo los tipos del Dakota te muestran de qué forma cayó Lennon al ser herido. Me enteré que en el mismo Dakota filmó Polanski “El bebé de Rosemarie” y que en una de sus habitaciones vivió por varios años Boris Karloff. Oprimo el botón y siguen pasando las fotos. Sigue la serie de fotos tomadas en el Central Park. Las primeras son tomas más o menos aproximativas del lugar donde yo supuse que dormía el protagonista de “El Palacio de la Luna” la novela de Paul Auster. Después le siguen los afiches conmemorativos, que encontré en un bar, de los grandes conciertos que los Stones dieron en el parque. Con un Jagger muy joven y preñado de LSD, y un Richard cargado de instinto asesino. El día que tomé esta fotos no pude dejar de pensar en lo que sería un recital de los Redondos en el Central Park. Con todos los pibes trepados de los árboles y revoleando sus remeras.

1 comentario:

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