2008/10/08

Atila

Hoy a las dos de la tarde, justo cuando me estaba sumergiendo en lo mejor de esa novela inigualable que es “El Castillo” y que tanto me gusta nombrar en mi presunto alemán, Das Kastle, Das Kastle repito antes de abrir el libro, mi cuerpo había transmutado en el cuerpo del señor K. y Frieda me miraba desde los pies de la cama con mirada de mármol desolado, esperando que derrame toda mi cerveza oscura sobre sus ubres, sonó el timbre. Abrí la puerta sin ganas, esperando que no sea nadie para volver a la cama, a la senda inextrincable de K. Enseguida divisé el sobretodo beige tipo Dick Tracy, salpicado cada vez más de lamparones y aureolas procedentes de los avatares noctívagos de la agitada vida nómade de Symns. Era Enrique, si, mi querido amigo Chinasky su barba rala y sucia parecía erizada de emoción, atrás de este y con los ojos vitrificados como dos bolitas japonesas llegué a divisar al Negro Atila. Venía escondiéndose detrás de uno de los hombros de Enrique, como si le costara volver mirarme después de tantos años, su rostro era el mapa de la más cruda desolación, el rostro de los que retornan de las sombras depiadadas de la cárceles. Cuando me abrazó, lo senti sollozar como a una criatura, me heló el alma, ese bandoneón humano estructurando una melodía sin par en su tristeza. Un duro, un arquetipo de la más pura integridad ante la crudeza de la existencia, a punto de quebrarse por completo. Por suerte acudió a su arsenal de anticuerpos contra la congoja y se separó de mí esbozando una sonrisa oscura y más que resignada, desafiante. Acababa de salir de Caseros. Homicidio. 8 años y medio. Junto a Enrique estuvimos durante este tiempo haciendones cargo de su familia, andando un poco detrás de sus hijos intentando que la ausencia del padre no los hunda en la miseria total, más o menos cada quince días nos tomamos un bondi hasta Quilmes y le dejamos unos manguitos para que vayan tirando. Quique quería que salgamos a festejar el regreso del fabuloso Atila por lo que proclamaba exaltado, sin cuestionarselo como en noches anteriores y creo que al solo efecto de cambiarle la cara al Negro, al mundo de los libres. Llevaba un cuadernito de anotaciones y su pequeño grabador de mano que acababa de recuperar después de tenerlo empeñado desde ya hace más de un mes en lo de Guindi, con lo cual preparaba una nota para la revista. Salimos. Me sentía un poco tenso ante la presencia del Negro, me parecía que cualquier comentario podía herir su susceptibilidad postprisión, hasta que el Enrique infrahumano ese que se desboca y que es capaz de cualquier barbaridad y sobre todo de cuestionar el termino barbaridad le dijo: – Negro no te habrán hecho el rosquete allá adentro, que andas tan calladito. El Negro Atila estalló en una carcajada hosca y limpia como un vendaval. Me relajé un poco y le conté los de los Redonditos y los invité al próximo recital.
El negro llegó a Caseros luego de dispararle un balazo entre los ojos al Japonés, un buchón de la poli que había batido a su primo Robi. Nada se pudo hacer por la libertad de Atila. Le dimos unos cuantos pesos a un abogado pero la cosa estaba muy podrida. Atila comenzó a contarle a Enrique su odisea en el penal, para esto ya estabamos instalados en “Duncan” tomando unos fernet. Me distraje de las palabras de Atila de las que aún escuchaba “los viernes a la noche deseaba más que nunca estar afuera, no sabía como contener esa tormenta de adrenalina que anuncia un fin de semana salvaje”, para mirar el televisor en un rincón del bar. Catástrofe espacial anunció un titular con iridiscentes letras blancas. Atila continuaba con sus relatos carcelarios, Enrique miró a Atila y después al televisor. Estalló en el espacio el transbordador espacial Challenger.
Yanquis hijos de puta – gritaba Enrique- así van a volar todos por el aire, esparciendo toda esa puta mierda que tienen en el craneo. Las gentes de las mesas contiguas lo miraban como quien mira a un alienado irremediable mientras los ojos de Atila se iban bebiendo toda la libertad que emanaba el aura anárquica de su viejo amigo, con una sed inagotable.

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