2009/05/02

Buena parte del universo, aquí en Leloir

Esta mañana me sumergí entre las cuatro espesas paredes de Luzbola. El encanto de la soledad. Un calorcito excitante bajaba lentamente de mi pecho y me decía- no exento de ironía- que tal vez sea este el estado ideal para manejarse y estar en verdadero contacto con el mundo. No puedo negar que he podido abastecerme de buena parte del universo solo, aquí, al lado de mis sombras. Podría decir que puedo saciar el hambre de mi alma caníbal sin demasiada gente alrededor. Solo dos o tres de mis fantasmas. Heterónimos del diablo. Mis libros, mi ordenador, mi música, el arrullo despiadado de mi pensamiento, llegan efectivamente a colmarme. Puedo yo, una excéntrica figura del rocanroll vivir en una ermita posmoderna. ¿Son estas cosas afirmaciones o cuestionamientos velados? No parten de mí estas preguntas, seguro que no. No de mi necesidad existencial de esclarecerme sino que vienen a cuento de aquello que dicen de mí, de los que me tratan de tipo raro encerrado en su mansión, con una mínima porción de vida expuesta a la realidad exterior.
Mi mente está tranquila, toda mi vida me ha parecido bastante normal. Esta geografía de introspección, esta vastedad mínima. No tengo el pulso desacelerado de un monje de clausura como algunos pretenden hacerme creer. En cada rincón de mis divagues, en cada acto creativo, en cada exabrupto o en cada porción de placer se derrama buena parte mi sangre acalorada. En soledad, vivo la ambientación imperfecta de mis intensidades.
El humo del café dibuja raros cachalotes de vapor en el aire. Los miro con detenimiento como se disuelven antes de ascender al techo de Luzbola. Siento los nutrientes de cada acorde de la cítara, cada nota que ese hindú que desconozco pulsa para mis oídos desde el holograma digitalizado de las máquinas. Cada parte de mi cuerpo se reconstituye al son imperturbable de la cítara. Subo el volumen hasta sentir que la música se convierte en la espesa codificación de una presencia vital. Los cascabeles arrastrados y un instrumento de percusión que trato de encontrar en el booket del CD más el peso ultraliviano de las cítaras ya han tomado vuelo igual que si se convirtieran en un boleto inmediato para mi mente y me arrojan de un momento otro a los pies de la populosa Calcuta.
¿Quién puede llamarle a esto soledad? Son miles los hambreados hindúes que piden limosna bajo mi piel, son millones de ecos sucesivos los que braman por Shiva.
¿Dónde está mi soledad, astuto periodista de rock?
Bebo el café apenas endulzado y me siento un viajero incansable de miles de trips mentales. Miro el reloj, Virginia no tardará en despertar.

Rock a distancia

Escuché los temas inconclusos que se quedaron fuera de “Último Bondi”.Bases, fragmentos, ideas apenas desplegadas igual que babas prenatales discontinuadas por efectos abortivos. Las contemple como quien mira un cadáver, atentamente un cadáver que se remueve en su tumba. No creo que utilice nada de lo que quedó. Es un material fuera de punto o directamente fenecido pero quiero ver en que momento de la instancia creativa quedamos la última vez, ver si puedo reencontrar de algún modo la punta del ovillo.
Hace meses que no veo ni a Skay ni a ninguno de los chicos de la banda. Con cierta angustia me doy cuenta que cada vez dependo menos de ellos, que la independencia que me brinda la tecnología ha conspirado contra el ritual de los encuentros.
¿Desde aquellas semanas anteriores al show de Racing que no ensayamos? Me parece que si. Tengo que llamarlo a Skay. Se ha despertado el insecto venenoso del disco nuevo.
Aunque no nos veamos, se que Skay trabaja todo el día por los Redondos, esto es algo que se desde siempre. Limando, puliendo, inventando, tratándole de arrancar un trueno nuevo a su guitarra.
Se me cruzaron un par de ideas que por experiencia se que dan por resultado los primeros caprichos para un disco. Una conjunción de sonidos que piden pista al menos para verse jugados en una química inicial de experimentación. He estudiado con detenimiento los defectos del último disco, quiero tomarme revancha y resolverlos en el próximo. Quiero ver como la superposición de capas y texturas musicales por fin esta vez son capaces de componer un paisaje, una escenografía de variadas dimensiones. Por ahí está el futuro de la banda. Buscar un gran marco, superarnos en el edificio sónico en que pretendemos vivir y hacer vivir a nuestras canciones. El trazo de la viola de Skay tanto como mi voz y lírica, son inamovibles, en ellos no hay variación.
El teléfono de Skay no contesta. Antes me daba vértigo su ausencia.
Sospecho que Skay se pondrá contento de volvernos a encontrar para componer.
¿Por qué tengo estas dudas?, ¿Puede una banda de rock trabajar a distancia?, ¿Qué momento inusitado de la banda es este que estamos comenzando a vivir?.
Marco por quinta vez el número de Skay.

Avizoro algo monstruoso en nuestro alambique compositivo. Hace tres meses que no le veo la cara a Skay y ya hemos hecho tres canciones. Dudo mucho, llegado el momento, de revelar este secreto a los periodistas. Si yo lo vería desde afuera no dudaría que algún problema grave existe en el seno de los Redondos.
Si bien las máquinas han sintetizado mucho la labor de los músicos, no creo saludable que una dupla creativa trabaje en lo que podríamos llamar las antípodas.
Cargando mis grabaciones en una combi para que viajen a lo de Skay y viceversa.
Tranquilamente podría estar Skay en Moscú y yo en Toronto haciendo un disco de rock.
Cuando el lunes pasado me llegó el CD con “El Morta.com” con toda la guitarrería de Skay incorporada, sentí escalofríos, sentí que buena parte del espíritu sanguíneo de los Redondos se vertía en un desagüe de laboratorio posmoderno.
La canción quedó tal cual como la había pensado, perfecta según lo trazado con anterioridad, impecable ensamble a la distancia. Pero lo que logró sobresaltarme fue la concepción artificiosa a la que nos estábamos brindando sin ningún tipo de objeción.
Por largos momentos nos veo como una pareja sin pasión.
Pensará Skay lo mismo? Supongo que él debe sufrir más que yo este tipo de distanciamiento. Voy a ver de que forma nos reunimos para darle al nuevo material, más corazón.
Los temas que tengo terminados van a necesitar de un encuentro tribal de la banda.
Escucho la música que Skay precraneó para lo que llamé “Pool, averno y papusa”. Distingo antiguos brillos del viejo complot Redondos. Tengo ganas de rockear. Sentir el bajo y la batería en el pecho. Me parece que no puede la composición trasladarse a un lugar tan autista. Debemos darle final al ostracismo que nos hemos impuesto.
“Sheriff” es una buena excusa para juntarnos.

El rocanrrol de Papá Rock

Es raro ser un rocker matinal. Levantarse a la ocho para comenzar a componer. Poner el café, untar las tostadas y sentarse frente a la pantalla de una computadora a elaborar sonidos. El noventa por ciento de las grandes canciones de la cultura rock fueron engendradas en la negra oscuridad de la noche, casi como una regla. Puede que alguna haya sido concebida en la mañana pero desde una noche anterior profundamente insomne.
¿Que es esto de levantarse como un oficinista a componer? Sin embargo me siento pleno, cómodo y creativo en tales circunstancias. Tal vez será la edad. No lo sé. Ni bien me levanto siento todos los estallidos propios de la lucidez, mientras que por la noche con un par de wiskis en el balero siento el irreversible declinar de las energías. A veces esto mismo me da pie para aprovechar la inspiración caótica y comenzar una letra o vislumbrar las puntas de una canción pero solo y nada más que eso. La mañana, la luz nueva del día es el ámbito donde concreto el mejor trabajo.
Yo no soy un viejo choto pero el peso de los años se siente, más en un pájaro cascoteado como yo. Sigo cuestionándome con cierto ensañamiento nuestra forma de trabajar, pero me doy cuenta que también es la forma en que veo más a mi hijo. También soy un padre rocker, todavía no he caído en la chochera de componerle una canción, pero cierta frescura cierta inocencia que me transmite el bebé sin lugar a dudas influirá en mis futuras canciones.

He tenido que ponerme al tanto con esto de tener un bebé. Leo algunos libros que compró Virginia sobre los primeros años de vida.
Hay días en los que vario entre la enorme extrañeza de ser padre y otros con la naturalidad absoluta de quien lo a sido siempre. Por suerte suele prevalecer esta última. Debe ser muy hilarante para ojos ajenos verme correr desde el cráter interior de Luzbola atiborrado de disonantes ecos de samples y guitarras para ir a bañar a Bruno.
Mi vida quedó totalmente expuesta a su inocencia. Sus iridiscentes reflejos desarticulan en parte al androide urbano de la cultura rock.

Devenires de River

No me quiero parecer ni a Tom Waits ni al último Goyeneche. Por eso pruebo todos los brebajes posibles para darle más claridad a mi garganta. Me resulta casi insoportable sentir como mi voz comienza a oscurecerse, a perder la claridad hasta llegar al punto de asemejarse al eco negro a la corrosión de una gárgara de tachuelas. Un poco de wisqui sin hielo y una gran concentración mental es el único remedio que pude hallar hasta el momento para sanear los efectos de la ronquera crónica.
Pruebo los nuevos micrófonos. Mantengo grandes esperanzas en que la tecnología, con sus nuevos artefactos mágicos no solo edifique una contextura profunda en el sonido de la banda sino que también resuelva los crecientes problemas de mi voz.
Alterno pequeños tragos de café y wisky. En media hora cuando la gola se acomode un poco estaré dispuesto a grabar eso que di en llamar “Ratho Molhado”.
Mientras espero se cruzan por mi mente escenas de River. Trato de reducirlas de su tamaño original pero igual que obcecadas imágenes se imponen en toda su extensión y se resisten a salir de mí. Temo que tal cosa, que tan poderosa razón me desconcentre de mi trabajo. Necesito como nunca tener el campo mental libre para lograr una buena interpretación. Impedir que la elaboración de esos pensamientos visuales se enreden entre mi lengua y mi garganta. Pero no puedo.
Veo el desbande de la gente, corriendo como locos abriendo preocupantes blancos en la cancha. Enseguida intuí que algo grave estaba pasando allá abajo en la cancha, no eran los movimientos propios del pogo a los que ya estamos acostumbrados, no respondían a ninguna música más que a la que acompaña el terror y el pánico. Olí su adrenalina.
Miré a Skay que era la persona que tenía más cerca para ver si se había percatado como yo de los acontecimientos que se comenzaban a gestar pero no, estaba más en bolas que yo sobre todo lo que sucedía allá abajo.
Cuando terminamos el tema me acerqué a uno de los costados e intenté divisar a Poli. Quería ver que decía ella acerca de lo que indudablemente era un suerte de tragedia que comenzábamos a vivir. Ella tiene una intuición especial para detectar el origen de ciertos desmanes.
Se están cortando- me dijo y me dejó helado. Tratando de no preocuparme de no trasmitirme más alarma y más nerviosismo, continuó diciéndome que no me preocupe que es un hecho aislado que enseguida va a solucionarse.
Pero yo seguí viendo como se armaban callejones entre la gente. Skay me gritaba que debíamos parar. Sobre uno de los costados me preguntaba que debíamos hacer para detener lo que no sabíamos a esa altura podía ser una simple pelea o una carnicería. Desde el escenario no podíamos darnos cuenta de nada.
Uno de los asistentes me gritó que estaban asistiendo a varios chicos heridos de arma blanca que había que hacer algo urgente.
En ese instante comprendí que debía ponerme inmediatamente a la altura que las circunstancias requerían. Salir a hablar. Decir que se dejen de joder. Cagarlos a pedos.
En ese momento me enceguecí y mi tendencia paranoica me hizo sentir que esta vez éramos víctimas de un complot. Lo dije en público. Creí que realmente los que se estaban pinchando eran enviados por alguien muy especial para enturbiar el show.
No me cabía en la cabeza, no podía entender por nada del mundo que nuestros redonditos, que nuestros fieles redonditos se estuvieran asesinando entre ellos en medio de un recital.
Estaba cada vez más convencido de que éramos víctima de una trampa. Creo que sentí que nada peor nos podía suceder. Igual que si nuestros hijos se estén matando entre ellos sin un motivo claro.
Muy alterado, llegando a la cima de lo que podría denominar locura tomé el micrófono y dije lo que dije. Creo que más que mis palabras fue el tiempo, el tiempo real de una pelea, lo que trajo nuevamente la calma.
Poli me pasaba el celular. Yo no quería hablar con nadie. En esas circunstancias no. Poli insistía con palabras que me parecían absurdas.
El Ministro de Seguridad quiere hablar con el señor Solari- decía Poli.
No podía creer que tal situación se esté desarrollando sobre un escenario en pleno show , me parecía totalmente inverosímil que un ministro quiera hablar conmigo para aconsejarme sobre cómo debía seguir nuestro recital .Me exasperaba de tal forma que quería correr a refugiarme en mi casa.
Me intentaban calmar mientras recibíamos las instrucciones del propio ministro de que si el recital continuaba debía ser con las luces del estadio encendidas.
Nunca pensé en suspender el recital, siempre supe que esta es la peor estrategia que se puede emplear en estos casos.
Sorbo más café y me sirvo más wisky, lo último que queda en la botella. Siento la garganta blindada presta a mascullar historias.
Como un relato interminable la primera noche en River sigue narrándose en el trasfondo de mi cabeza.
Recién a los dos o tres días nos enteramos bien como vino la mano. Parece que la cosa comenzó con una disputa barrial teñida de colores futboleros. Chicos del sur de Buenos Aires, fueron los primeros en trenzarse hasta que su pelea se comenzó a extender como la metástasis de una enfermedad a los grupos aledaños.
Dos o tres de los más exaltados comenzaron a herir, no ya a los primeros con los que estaban peleando, sino a cualquiera que se interponía en el camino.
Este tipo de riñas siempre termina con resultados absurdos como la muerte.
Me comentan que el pibe muerto era uno de los más belicosos y uno de los principales que comenzó a generar el caos, con un tramontina de cocina había herido a varias personas. Cuando los chicos más próximos, debo pensar que desesperados, lograron quitarle el cuchillo, no dudaron lo ajusticiaron a patadas y con el mismo tramontina que empuñaba lo clavaron en el vientre hasta herirlo de muerte.
No tenía más de 17 años. Otro muerto.

Me pregunto de qué forma podría yo defender al pibe muerto. Justificar algo de su tremenda decisión. Pelé Ríos así se llamaba. Seguro que si me arrastro hasta las márgenes de antiguos pensamientos encontraría la forma de hallar su inocencia y hasta también diría, su santidad.
Acudiría al ascesis de abyección, al espejo revulsivo que se espeja en la violencia de la sociedad representada en miles de personas que te rodean y que terminan por ser tus enemigos. No me convence el camino para saldar esta cuenta.
Creo que pese al carácter espeso de nuestros redonditos -complejizado por las vertientes de violencia vacía que abundan en esta época, a todos los elementos de marginalidad que pululan entre ellos como algo cada vez más cotidiano, se ha creado un clima de fiesta, un “nosotros los redondos” que no permite demasiada violencia interna. Puede que se la agarren con la policía, con la seguridad o con los comercios, pero es raro que se lastimen entre ellos mismos.
Será por ello que no quiero arribar a ninguna conclusión, ninguna que mengue la impertinencia del chico muerto.

Indio en New York. Soho

Estamos de vuelta en el hotel. Todavía persisten en mis oídos los murmullos del Soho, variaciones del ingles entremezcladas con el afinado andar de los autos, un idioma que al ser parloteado con la fluidez y la cotidianeidad con que lo hacen los americanos se me vuelve absolutamente desconocido y me hace pensar por momentos que estoy en una gran ciudad de locos o peor que soy yo el que está completamente loco por no entender nada de lo que dicen. Si bien comprendo algunas palabras, frases habituales, letreros de marquesinas e indicadores, mi inglés es muy pobre me pierdo por completo en el entramado fino del dialogo newyorquino, en esos breves latiguillos léxicos y en esa suerte de onomatopeyas significantes características del idioma usual de tal o cual lugar, que en cualquier esquina de Buenos Aires uno descifraría sin dificultad y que representan una situación en especial, códigos que te integran o señales del mismo estado de ánimo de la ciudad. En New York me es imposible. Por momentos me siento perdido, un idiota al que se le escapa por completo todo la sutileza del argot urbano y con ello todo el entendimiento de una ciudad. Se que en el fondo es un problema de quien gusta observar y sumergirse de un modo medular en cada lugar donde este parado. En alguien como yo que le gusta ecualizarse a fondo con las circunstancias reinantes. Estas limitaciones no hacen que no considere a New York como la megápolis más impresionante que mis pies han pisado. Buñuel decía que el mero contacto de sus zapatos con el asfalto de la Quinta Avenida cambiaba su metabolismo instantáneamente, su sed, su imaginación, los latidos del corazón mutaban del mismo modo que si hubiera ingresado por los andariveles estremecedores de otro planeta. Algo de eso hay en las entrañas de este singular monstruo moderno, en esta, sin lugar a dudas, Babel de fin de siglo. Mientras los ecos del Soho se van apagando y mi cuerpo se va adaptando otra vez a la quisquillosa arquitectura del hotel, me siento en la barra del bar a tomarme un wisqui en su modalidad digestivo. Me acerco a Tobías, el barman mexicano, y le pregunto por un scocht de etiqueta verde. Con él hablo español, por suerte. Le digo que lo acabo de beber en Barolo, el restaurante italiano de West Brodway. Si no me equivoco la etiqueta verde tiene dibujado un castillo en penumbras. Tobías aguza su mirada en la hilera de botella, la recorre con detenimiento pero a la vez con concentrada velocidad, parece un bibliotecario obsesivo buscando un libro extraviado. No dudo que la encontrará. Old Castlle Ireland, dice con mucha cancha sacando con un elegante movimiento de su brazo una de las botellas del fondo del bar. En un segundo riega mi vaso con un esplendoroso hilo dorado de origen irlandés. Siento ganas de contarle que fuimos a cenar a Barolo, no solo por sus inigualables raviolis de calabaza con salsa de arenques que tanto nos recomendó Pet, el saxofonista australiano que para en este mismo hotel, sino por su nombre. Pero como contarle que fue en el exótico y desgreñado departamento que alquilaban Skay y Poli y del cual Symns era huésped vitalicio ,próximo al pasaje Barolo en Buenos Aires, donde concentramos meses y meses para dar a luz ese titánico álbum negro que se llamó OKTUBRE. Podría entenderme el mexicano? Seguro que no. Sería muy difícil explicárselo. Así que me zambullí solo en el viaje mientras Tobías miraba en la tv los Ranger vs Bulls. Rememoré la ventana que daba al pasaje, sus cortinas rojas y el asombroso olor a libertad que el fin de la dictadura había sembrado en Buenos Aires. Sin embargo Patricio Rey estaba embarazado de una claustrofobia no muy fácil de identificar. Como si en el interior de esa libertad naciente buscara aún el espejo de libertades cada vez más amplias. Liberaciones cósmicas metafísicas y por que no políticas. Igual que si viejos sueños vendrían a reclamarle su lugar al sueño nuevo. Al tercer Old Casttle me imaginé que tipo de música hubiésemos producido con Skay si esos años ochentas nos hubieran tomado en un lugar como estos. En la New York desangelada de fines de los ochenta donde el índice de criminalidad trepó a su punto más alto. Nos imaginé en un tugurio del Soho haciendo lo mismo. Saliendo a tomar un trago al CBCG y volviendo con los bolsillos llenos de nieve para terminar de componer Motorspico. Le pregunto a Tobías que parece adormilado por el tequila y por el fútbol americano si es verdad que el Soho ha cambiado tanto como dicen. Sin que yo le pida vierte más scotch sobre mi vaso y apoyando con comodidad los codos sobre la barra, saca su personaje “Guía de turismo” y con todo el acento mexicano que acuñó en su Guadalajara natal me cuenta que sí, que solo basta con preguntarse donde están los artistas que antes poblaban el Soho. Se han ido todos o casi todos- dice con gracia. Las grandes marcas como Dolce & Gabanna, Banana Republic y Gap han invadido todo, los precios se han ido por las nubes. Todo ese género intelectual y bohemio que alguna vez se dio cita en Soho se ha desplazado a Chelsea, el nuevo barrio “trendy”. Si quieres encontrar arte, moda y estilos de vida diferente pues no tienes más que irte a Chelsea- me dice. En el Soho ya no encontrarás nada. Creo que Tobías es demasiado lapidario para con el viejo Soho. Hoy ni bien dejamos atrás el Greenwich Village y atravesamos Houston Street, sentí que ingresaba en otro submundo interno a New York. Es verdad que la plaga voraz de las grandes marcas a invadido todo e implantado su sello en la fisonomía del espacio, pero todavía se conservan los mastodónticos esqueletos de hierro forjado, los cast iron que Andy Wahrol y su fauna convirtieron en estrafalarios lofs allá por los sesenta, se puede apreciar todavía el rumor de su deliciosa decadencia supurando de cada una de las vigas de acero que conforman el techo de esos palacios. En Screaming Mimi´s una famosa casa de ropa vintage, todavía conservan intacta una pared donde un anfetamínico Wharol escribió sobre ella el guión de uno de sus films más experimentales, “Sleaping...” dice en verde, Sleeaping más abajo en rojo y por ultimo “Sleaping- End en amarillo. Eso es todo, pero es mucho. Todavía el SOHO me sigue pareciendo un lugar de gran encanto. Esta tarde mientras caminábamos por Lafayette St. casi llegando a Chinatown paramos a mirar los libros de arte que un vendedor callejero tenía en una especie de carrito. Estaba inmerso en el universo Magritte cuando entreví por debajo del libro mi rostro pegado en forma de sticker en el carrito. Una adhesivo algo despintado con la leyenda “Monarca de estas tierras”. Debo aclarar que todo esto solo me produjo un creciente espanto. Me imagine que el morocho que nos estaba por vender un libro en cualquier momento se me abalanzaba a abrazarme. Pero no. Por suerte no. Virginia no pudo quedarse con la intriga a cuestas y después de pagarle los diez dólares por el libro de Magritte le señaló el adhesivo –Whats- le dijo al negro. El negro no descendiendo de su bastísimo universo cannábico nos dijo- Argentinian, girls argentinian. El espanto se trocó en emoción. Sin más. Después de este episodio con la excusa paranoica e interior de querer proteger mi preciado anonimato newyorkino, nos pasamos unas horas en el Museum for African Art, genuino arte subsahariano, que oh paradoja en Africa no se consigue. Por primera vez en este viaje sentí el consabido pillaje que las garras del Imperio siguen ocasionando hasta en los puntos más remotos de la tierra. Traté de disipar de mi cabeza los restos beligerantes de catilinaria psicobolche que aún persisten en mí para que no me amargue mi paseo por el Soho. Así me perdí en las deslumbrantes figuras de madera en tamaño natural y en las máscaras pintadas a mano con colorantes extraídos directamente de savia de árboles y hierbas ignotas. Una de ellas me dejo realmente cautivado. Pensé en lo lindo que sería reproducirla en miniatura y regalarla como un souvenir a los chicos con el próximo disco. Esto salí pensando del Museo en la ya cerrada noche de Manhathan, hora en que rostros diríamos peligrosos elevan el hambre y las ganas de encerrarse en un seguro restaurant iluminado. Le dije al chofer que manejaba el taxi, salvadoreño por supuesto, que pase por el CBGB, solo quería volver a ver su fachada, otro día volvería. Le comente a mi compañera que CBGB, es la sigla de (country, blue-grass, blues). Sí aunque parezca mentira en ese sucucho infame nació el rock. El salvadoreño aceleró por Bowery hasta Barolo.

Indio en New York. MoMa & Time Square

Es difícil entrar al MoMa y no recordar a ciertas personas. Gente con la que he compartido miles de madrugadas siguiéndole el trazo a óleos legendarios. Por ejemplo, cuando ya instalado en el tercer nivel y contemplando los ocho “Estudios para retratos” de Francis Bacon, un viejo y reiterado diálogo con el Mono Cohen surgió en mi memoria. La voz de Rocambole era más que omnipresente. Su vieja voz, su gastada inflexión verbal de profesor aglutinado en las circunvoluciones de su propio genio, repetía aquellas palabras sobre Bacon como un OFF imprescindible a mi mirada. Tome distancia de los cuadros no tanto para lograr el punto justo de apreciación sino para poder sintonizar las cenizas vivas de aquella antigua charla en el Británico, ¿en el Británico o en casa de Skay?. Por las dudas antes de que una hemorragia de la memoria me desgaste por completo en el Museum of Modern Art nos sentamos a tomar un café y también aire para recuperar fuerzas en la próxima parada: Estación Pollock. El café no fue una buena fuente de abstracción, no de la que yo necesitaba. Quería desconectarme un poco de toda la adrenalina pictórica que me insuflaba el Museo, dejar que las neuronas se desinflamen un poco y bajar la excitación activa que se desprendía de todo mi cuerpo. Pretendía instalarme en una suerte de vacío oriental para poder volver a cargarme de todas sus texturas y de todos sus colores. No lo logré. El solo nombre de Jason Pollock me llenó de vértigos incluso de ciertas maquinaciones que no pude detener. Me quedé pensando en ciertos rostros que vi mientras viajaba en el subway antes de llegar hasta acá. Rostros realmente sugerentes. Negros, anglos y latinos que parecían escapados de las novelas de Don Delillo, de Philip Roth y hasta del propia Mailer. Hombres de traje que regresaban de Wall Street, niños negros sumidos en el opio de sus videos manuales, viejas que volvían con petunias de invernadero para sus terrazas y entre ellos como buscando sumergirse en ese camouflage humano el inocultable rostro de los psicópatas. Pensé que en Buenos Aires no era tan fácil conseguirlos, se necesita recorrer varias cuadras para toparse con una caripela así. Si bien en la Argentina podes descifrar el fracaso, el hastío o la mala vida a menudo en la expresión de sus ciudadanos no se encuentran como aquí, en Manhathan, estos rostros con expresiones tan desconcertantes, ese revés del entramado psíquico expuesto de forma tan ostensible en cada una de las facciones de los rostros. En unos pocos minutos pude saber o mejor dicho llegar a saber que el señor que viajaba a mi lado leyendo el Times era el famoso descuartizador de Midtown, o que el gordito pelirrojo que se acercaba por el pasillo sugiriendo inocencia y algo de invalidez no era otro de Benny Casino el corruptor de mascotas del Central Park o que el negro con la campera de Aerosmith no era otro que el puntero de heroína más requerido de toda Chinatown, estos son solo un puñado de los personajes que fui deduciendo.
Las vitriólicas chorreadas de Pollock me llegan un punto errante del alma, esos trazos que solo un idiota pude confundir con un juego de niños y no darse cuenta de que solo traducen sufrimiento y horror. Visto de cerca esto se hace mucho más que evidente. Otra vez la galería de los amigos vuele a abrirse como un abanico dentro de mi mente. Hubo un Pollock en La Plata. El Loco Aponte. Tomaba látex mezclado con ginebra y lo vomitaba contra una sábana blanca extendida en el piso. Decía que el verde musgo de la bilis era un color inventado por él. No murió intoxicado por la ingesta desmedida de pintura como muchos quisieron suponer. Murió de tristeza y soledad en un cuartito mugriento de Open Door. Virginia me rescata de un pesado trance de aguas oscuras, como siempre es ella la heroína. Me sugiere que bajemos al segundo nivel del MoMa para volver a contemplar “Los nenúfares” de Monet. Pagó el café y bajamos. Unos espléndidos sillones rojos, la luz natural que se descuelga con bella precisión sobre el ambiente hace que este lugar del MOMA parezca un artificio perfecto del confort. Recojo unos folletos y me desplomo sobre los sillones. Mientras Virginia se vuelve a extasiar ante “Los nenúfares” me detengo en el programa de conciertos de música de cámara y de jazz que se brindan en el Garden Café. Luego paso a los folletos que invitan a una retrospectiva de Hooper. Me detengo en el diseño del pequeño afiche. Una verdadera joya del diseño gráfico, todo negro con letras plata. Me gustaría hacer algo así con el envase de alguno de los discos. Cool y hard a la vez. Un pequeño tesoro para los chicos. Hay que importar ese tipo de sutilezas para mis queridas huestes ricoteras.

Vuelvo de Broadway conmocionado como un chico que viene de visitar la más fabulosa de las jugueterías. Pido que me suban algo de beber (Negroni con poco hielo) y busco algún enchufe en la habitación. Me dispongo a probar las maquinolas que compré en las casas de Time Square, el paraíso de los músicos como le llaman con acierto. Desde una de las salidas del Central Park la que da a la 7ma. Avenida se puede ir bajando y recorriendo las mejores casas de música. La primera parada fue en Biase & Fantoni Rare Violins, un lugar verdaderamente fascinante dedicado con exclusividad a los instrumentos de cuerda. Llegué ahí por recomendación de Skay. En realidad le fui a hacer un mandadito, comprarle unas cuerdas especiales y un pedal que me encargo la última vez que lo vi en Buenos Aires. Hasta el último momento de salir de Biase& Fantoni mantuve la esperanza de tener la misma suerte que tuvo Skay hace unos años cuando estuvo aquí. Toparme en el negocio con Mellemcamp. Con el gran Ray Cougar. Pero no, solo pude ver sus fotos y una guitarra suya colgada de una de las paredes. Junto a esta también pude ver una memorabilia casi infinita y contenedora de los mejores exponentes de la cultura rock de freak de la viola que han pasado por el lugar. Después continué con Manny’s Music. La última vez que estuve en este lugar compré unos micrófonos inalámbricos muy buenos. Volví buscando a un muchacho que hablaba muy bien el español, era yanqui pero no se porqué había vivido mucho tiempo en Nicaragua. El tipo además de comunicarse como lo haría con cualquier porteño sabía mucho de todo el arsenal de sonido que debe tener a su lado alguien que se precie como cantante de rock. Me asombré de no verlo esta vez comandando el pequeño ejército de vendedores. Le pregunté a una negrita que me vino a atender enfundada en un ridículo mameluco rojo por Robert. Me dijo que se había ido a vivir al Tíbet. La sonrisa incandescente de sus dientes blancos fue la despedida del lugar. Llegó el turno de Peekamoose Guitar and Amps a mitad de cuadra del mítico edificio de la Virgin Record. Los tíos son expertos en equipos de amplificación, dan cursos de arquitectura del sonido y demás cosas concernientes a lo que ellos llaman sound music concept. Recién ahora estoy entendiendo algo de eso. Solo me dediqué a observar sus maravillosas consolas y bafles capaces de soportar y reproducir con fabulosa fidelidad el aullido de una tribu de un millón de watts. Hubo una larga historia desde que me sentaba machacar el balde con un palito y lo grababa de un grabador a otro para armarme unas basecitas allá en Valeria hasta esto paseos neoyorkinos de hoy, pensé mientras salía de Peekamoose. Por suerte he sido un hombre con el cuerpo y la cabeza necesaria para soportar todo el vértigo de los ascensos. Una fiera adaptada a los paraísos artificiales de la ciencia prohedónica.

Indio en New York. Central Park y después

La verdad es que New York me seduce cada vez más con sus límpidos laberintos de cotizado cemento. Una suerte de conexión interna con la música beebop de sus calles, con sus aromas y con todo el impacto de su vértigo cosmopolita se ha adueñado casi, casi de todos mis antojos. Pasan los días y cada vez me siento menos un extraño en este interminable mosaico de individualidades a veces perversas pero en general representativas de la más clara de las libertades posibles. Contrariamente a mis primeras impresiones en los primeros viajes, donde una vibración en el cerebro y la piel parecía indicarme que la capital del mundo era solo un buen paseo, un divertimento de paso, el circus fantástico de la high tech mimetizada en el tráfago de su cotidianeidad, ahora siento que también Nueva York es un buen lugar para vivir. Para que mi familia viva los últimos años de mi vida. Esta tarde mientras tomábamos una cerveza en el Carnegie Hill Brewing Co. y hojeaba una cartilla de exóticos bocadillos orientales se lo hice saber a mi compañera. En sus ojos encontré una respuesta ambigua pero positiva. Mudarse de ciudad. Mudarse de país. Le conté, creo que por segunda o tercera vez el momento de excepción que fue mi llegada a Buenos Aires, a casa de Skay desde La Plata. Fue el instante en que sentimos que los Redonditos pedían a gritos que nosotros, sus más íntimos integrantes, nos juguemos por completo. El llamado del éxito y la gloria. Aunque ahora, a través de los años, suene rimbombante cuando no como una obviedad que se cristaliza solo con la realidad ya en las manos, debo confesarme que algo de ello hubo en ese paso turbulento. En los últimos días en La Plata. Mejor dicho en los últimos meses, sentí que ese viaje era imprescindible para nuestra suerte, que si me quedaba en La Plata mientras Skay y Poli se instalaban en Capital Los Redonditos iban a seguir su camino, seguramente que sí pero un camino artesanal y acorde a nuestra pequeña historia, pero ese llamamiento de la ciudad devoradora era el pase perfecto y sobre todo esencial que nos catapultaría a donde después por fortuna llegaríamos. Fue muy evidente esa encrucijada del destino, o me quedaba en La Plata o desembarcábamos completos en Capital con toda nuestra carga de ambiciones en los bártulos de la imaginación y de la música. Las cosas salieron bien. No fue en vano trasladar mi pesado corazón de un lugar a otro. No me lo ha preguntado Virginia pero la verdad que me pondría en un verdadero aprieto si me preguntara por que motivos concretos nos vendríamos a vivir a Nueva York. Pasado los cincuenta pirulos con buena parte de la carrera artística casi hecha, con un mito grande como las Montañas Rocallosas sobre las espaldas que haría el Indio Solari en esta ciudad sino retirarse, vivir los últimos años de su vida, disfrutando su golpe de suerte, relajándose entre las tentaciones de Nolita y Tribeca, colmándose de music hall y incursiones al más subterráneo mundo del CBGB, tratando de vivir solo como espectador el génesis de una nueva etapa de la cultura rock, cambiándose camisas de Prada para que las destiña el sol del Central Park, mirar caer la nieve por la ventana de un piso que da al Rio Hudson o a la 5 Avenida. Escribo esto y cambio de parecer. No desisto de creer que Nueva York es el mejor lugar del mundo. El lugar donde el fuego crece creando múltiples infiernos de confort. El lugar donde por lo menos a mí no me alcanzaría jamás el virus del tedio y el aburrimiento. El retiro perfecto bajo el neón y la creatividad de la usina creativa del planeta. Pero... hace falta que me lo explique. Hace falta que enumere la gran cantidad de cosas que me atan a la zona roja del amor incondicional. Podría vivir por ejemplo, sin el hilo de tensión que me recorre todas la mañanas al abrir el diario y sentir que aunque prisionero de mis venturas en el bosque encantado de Leloir cerca de allí a muy pocos kilómetros el corazón gastado de emociones de los redonditos están latiéndose la vida.

Ultimo día en Nueva York. Virginia se ríe porque he desistido por completo a recorrer con John, el subgerente del Hotel, algunas inmobiliarias de Manhathan. Lo dejamos para el próximo viaje le he dicho con gesto esquivo a John que ya se calzaba su tweed gris para llevarnos en su auto. Caigo con poca hambre al tradicional breakfast del hotel. Me había acostumbrado a comer temprano como los yanquis pero hoy sacudirme las tripas tan temprano con huevos y café me parece aberrante para mi salud. Le agrego un toque de leche a la pequeña tacita de café y miró las fotos que han quedado archivadas en nuestra cámara digital. La primera que aparece es la fachada del Dakota, el sitio exacto donde Chapman despachó a Lennon. Con un exquisito morbo los tipos del Dakota te muestran de qué forma cayó Lennon al ser herido. Me enteré que en el mismo Dakota filmó Polanski “El bebé de Rosemarie” y que en una de sus habitaciones vivió por varios años Boris Karloff. Oprimo el botón y siguen pasando las fotos. Sigue la serie de fotos tomadas en el Central Park. Las primeras son tomas más o menos aproximativas del lugar donde yo supuse que dormía el protagonista de “El Palacio de la Luna” la novela de Paul Auster. Después le siguen los afiches conmemorativos, que encontré en un bar, de los grandes conciertos que los Stones dieron en el parque. Con un Jagger muy joven y preñado de LSD, y un Richard cargado de instinto asesino. El día que tomé esta fotos no pude dejar de pensar en lo que sería un recital de los Redondos en el Central Park. Con todos los pibes trepados de los árboles y revoleando sus remeras.

Skay. Contactos del tercer tipo

Hablé con Skay por teléfono. A los dos nos está gustando mucho como va quedando el nuevo material. Me preguntó si tengo en mente el sentido general de los que estamos haciendo. Con lo cual quiso decirme si tengo definido el guión de la película.
Le dije que no se preocupara que con el paso de los días se iba a ir definiendo todo. Recién se marcaron las primeras estructuras de un raro universo musical, dentro de poco comenzaré a darle nombre.
Me dijo si pienso restarle un poco de densidad a Doctor Saturno. Le dije que no, que me gusta el espesor que tiene.
También me pregunto si en algún momento tengo pensado incluir el saxo de Sergio. Le contesté que no.
Intenta sonsacarme alguna novedad con respecto al marco conceptual en que se va a desarrollar el disco, escucho a Poli, que debe estar pegada al tubo, me grita que no me haga el misterioso.
Va a ser una orgía baja fidelidad, y escucho del otro lado un dúo de sonrisas complacientes.
Quedamos en encontrarnos a comer algo.

Nombrar

Es más difícil darle un nombre a un pibe que a un disco. Mucho más difícil.
Desde siempre supe, Marechal dixit, que una determinada denominación influye muchísimo en el destino de una persona. Por eso el desvelo. Esta vez tengo a mi compañera para debatir acerca del título, digo de buscar el nombre de nuestro vástago.
Siempre me gusto redefinir el mundo, darle nombre nuevo a todo, resignificarlo con toda la carga propia de mi subjetividad.
No puedo evitar un transito acelerado de toda mi sangre que se manifiesta en un estado de profunda emoción. Gerónimo, dice Virginia con las manos sobre la panza como si a través de la piel podría descubrir las facciones del pibe.
No esta mal, le digo. La tarea del nombre, este bello juego actúa como un excitante que me hace caminar igual que un poseído por toda la habitación.
Le digo que Poli que ya se autodenomina tía propugna por Renzo. Renzo Solari.
Me recuesto junto a Virginia. Por mi cabeza se deslizan todos los nombres del mundo.

Medalla de honor

38 gramos de minerales en aleación- decía Rocambole mientras sopesaba en su mano derecha el flamante doblón de oro que los muchachos de la fundición acababan de sacar para mostrarnos, de una caja de madera.
Nos miraban como a tres lunáticos, Skay, el Mono Cohen y yo. Tres corsarios extraviados en la noche de los tiempos que observábamos las medallas como piezas de un verdadero y viejo tesoro recién extraído del fondo del mar.
Saludamos con cordialidad a los operarios de la fundición y mandé a buscar un par de botellas de vino para brindar.
Uno de los operarios de la fundición me explicaba de qué manera el 1 a 1 había reducido casi totalmente la exportación de piezas para maquinarias a Francia y Holanda. El pobre tipo seguro me creería con algún poder, al ser alguien famoso. Cuidaba su discurso y defendía a muerte la industria nacional y su pequeño tallercito de matricería. Lo hacía con dignidad aunque su tono no dejaba de ser lastimero. Sentí como poco a poco lo que llamo úlceras del alma comenzaban sus proceso corrosivo. Por años he intentado ser un poco menos sensible a los padeceres ajenos, tratar de que estos no trastornen mi humor, pero es imposible.
Skay descorchaba blancos y tintos con la hoja de un cuchillo, mientras yo trataba de reparar el ánimo de los muchachos firmando un cheque por el valor total de las medallas.
Rocambole les decía que seguramente el disco se iba a vender muy bien y que íbamos a necesitar más medallas muy pronto.
Uno de los líderes de la fundición mientras corroboraba y seguía atento el buen funcionamiento de los hornos nos decía que en el caso de ser así les avisemos con anterioridad para ir procurando la cantidad de cinc y de cobre necesarios para el trabajo.
Entre vino y vino la charla fue derivando en historias personales, algunas muy interesantes como la de uno de los operarios más viejos que contaba de que forma, él y la fracción de metalúrgicos a la que habían adherido confrontaron a sangre y fuego con la gente de Vandor y Lorenzo Miguel. Me interesa la épica sindical.
Hacía rato que no me encontraba cara a cara con los que se dice laburantes, me sentí conmovido.
Salvo dos o tres de los más jóvenes, creo que nadie de los restantes operarios tenía las más pálida idea de quienes éramos. Así que verlos tan consustanciados en semejante epopeya material me emocionaba. Los veía limar las medallas tratando de que no le queden ninguna imperfección, ninguna rebarba que le quite méritos a tan lograda pieza. Veía a los que estaban encargados de la numeración llevar la cuenta, anotar la continuidad de la serie en un sucio cuaderno espiralado para no equivocarse, los veía depositar los cajones cargados como si se trataran de verdaderos tesoros.
Rocambole comenzó a jugar con las medallas, colocó una en una soguita y la probaba como un arma boleandola en el aire.
Si te agarra la cabeza, te la vuela dijo uno de los operarios.
Me parece que voy a tener que cantar con casco dije y todos se rieron.
La calidez del ambiente de trabajo, un ámbito donde se entremezclaba lo artesanal y lo rígidamente industrial en dosis iguales nos tenía como imantados al lugar. En realidad lo lógico hubiese sido retirar el producto como clientes comunes pagar he irnos. Pero ahí andábamos en pleno chichoneo de cordialidad con una especie en extinción, la clase obrera.
Skay notó que el vino se estaba acabando y se empezó a calzar su sobretodo de cuero. Nos llevamos unas medallas en los bolsillos y dejamos dicho que mañana pasaría un flete a retirar las cajas.
De vuelta, en el auto, mientras recordaba el rictus sufrido de los tipos de la fundición, sobre todo los que tendrían mi edad, agradecí al taimado gurú de los destinos por otorgarme la locura necesaria para sobresalir en la sociedad con el mero producto de mis obsesiones.

El gran trip

Nunca pensé que iba a ser padre. No me veía en ese rol. Desde la adolescencia estuve convencido que era miserable y egoísta traer más gente a este mundo.
Ese pensamiento lo mantuve durante años. Me parecía injusto y descabellado poner en marcha un alma más en las travesías de este infierno.
Más cercano en el tiempo me pregunte cuán difícil sería ser el hijo del Indio Solari. Sin embargo, sorpresas de la vida, respira Bruno, la estrella reluciente de mis días.
Virginia a comprado Clarín y me muestra la tapa donde aparezco con motivo de este gran suceso.
Cosas como estas me llevan a preguntar en quién me he convertido. ¿Cuántas personas aparecen en la portada del diario de mayor tirada del país con motivo de su paternidad?
Indudablemente los que dicen que un hijo te cambia la vida tienen razón. Tal sentencia provocaba en mí un inmediato repudio, me parecía una impresión de lo más banal, hija directa de la más viscosa responsabilidad burguesa.
No pensé nunca que realmente fuera tan fuerte. Ya pasada la euforia de las primeras horas donde mi corazón subió y restalló de gozo contra las constelaciones, comienzo a descubrir mi propia metamorfosis.
Mi piel, mi viejo cuero de guerrero noctívago, se fortifica y se conmueve ante la presencia de Bruno. Siento abrirse sucesivamente una nueva vitalidad como si, fuente de su protección, me prepararía para defenderlo de las inclemencias del mundo.
Este es uno de los miles de cambios que he sufrido en estos días. Todavía los estoy estudiando. Mientras Bruno deja de extasiarme con sus breves movimientos de querube, trato de recepcionar toda esa andanada de mutaciones.
Un hijo es el gran trip. El violento derrumbe de un campo perceptivo añejado en viejas mañas que da paso a otro tan novedoso como un planeta nuevo.
Todavía las palabras no llegan a cubrir las sensaciones de estos días. Ando a tientas.

La mas negra de las oscuridades

Me queda el espectro fugaz de Skay. Su espalda huesuda dando el portazo simbólico. Me queda todo el estruendoso griterío de Poli condensándose en un posterior silencio criminal.
Nos queda esta herida, esta inesperada bifurcación de los destinos que del modo de un río al cual le cambian artificialmente su curso produce en su cauce un barro nuevo y resbaladizo que espera su propia ración de ahogados.
Fueron muchos los llamados telefónicos sin contestar y muchas las escasas palabras, los monosílabos cortantes que operaron igual que venenos intestinos sobre el final.
Percibo dos perspectivas desde el dolor, la primera pura sal en la hendidura abierta de la separación, desaparición de lo que fuimos y fuego que consume y transforma en cenizas los más imperecederos vínculos que conocí en el marco de esta vida.
Mi pesadilla actual es la fiereza seca de los últimos ojos de Skay, como si masticaran con angustia y voracidad el cemento que se aglutina en mi corazón.
El otro plano el que hace lograr que respire tiene el sello más duro del rocker, del tipo que entiende como nadie este tipo de conflictos. No hay pesadilla ni dolor solo una molestia por la pérdida de la elegancia en los últimos minutos como si se me hubiera manchado la corbata en una velada imposible.
Estos dos extremos tironean de mí cuando trato de hacer pie en la zona de equilibrio.
Sin embargo no puedo emerger de un estado de perplejidad y sentir que los Redondos ya no son.
Un zumbido de deriva me acompaña en las mañanas, una leve depresión que no crece más por el vibrar vital de Bruno.
No quisiera pensar en mi carrera solista pero me obligan. Quieran o no, el cerebro avanza. El artefacto crea un dispositivo para contener al futuro.
Me sobresalto al pensar quién será el encargado de trasmitirle oficialmente lo sucedido a Semilla, a Walter, a Sergio quien cargará con esa puta tarea.

El aguante es de los redondos

Seguí los sucesos por la tele. Con un ojo miraba el felino encrespado en que se había convertido gran parte del pueblo argentino y con el otro observaba lo increíble, lo que nunca quise ver y que sin embargo en los últimos meses tuve la impresión de que no era tan imposible, la ruptura con Skay, la disolución de los Redondos. Todavía en esos días posteriores a la suspensión del recital en Santa Fe y a la caída de De la Rúa hubo algunas posibilidades de subsanar la herida. Mi cabeza se dividía entre la sorprendente insurrección de la alicaída clase media y sus cacerolazos, y el fin de los Redondos. Una enorme energía se liberó de mí al ver los argentinos, al ver a la gente desafiar el estado de sitio. Las imágenes de la tele dejaban ver a medias quienes eran los manifestantes. Los cacerolazos eran el emblema más visible.
Pero la verdadera batalla se libraba en el frente mismo de la casa de Gobierno. Gente que bancaba una batalla cuerpo a cuerpo con los policías que se habían acordonado en torno al bunker presidencial.
En aquellos momentos no me imaginé lo que ahora Saverio, unos de los muchachos que forma parte de los servicios de seguridad del barrio, me acaba de contar. Para mí la gente que resistía en la plaza era una masa anónima, sin definición alguna en su rostro. Algunas agrupaciones de la izquierda, me decía, pero no, no tanto.
Lo que Saverio exaltado me cuenta vuelve emocionarme en estos tiempos difíciles. Se mezcla con las aguas contraépicas de la separación y me producen un quiebre difícil de sostener.
El guardia contratado no hace mucho por los vecinos de Parque Leloir para custodiar el barrio se ha convertido en uno de mis interlocutores preferidos. Un sábado a la tarde, cuando recién entraba a trabajar me encontró en la entrada y se presentó. Dijo que era un fiel seguidor de la banda. Saverio es un chapista caído en los pantanos de la desgracia menemista que no da para nada con el perfil, que al menos tengo yo, de nuestra gente.
Tendría que ver- comienza a contarme y le digo que se deje de joder y me tutee. Saverio me convida un L&M y acompaña sus palabras con el particular humo de esos cigarrillos.
-Jamás imaginé semejante aguante- Me dice. Después de las cinco de la tarde, la cosa se puso fea en serio, se escuchaban tiros por todas partes y se corría el rumor de que había varios muertos; fue en ese momento que muchos se empezaron a rajar, sobre todo los que estaban con su familia. Los únicos que se quedaron en el frente, expuestos a cualquier cosa fueron los motoqueros y los Redondos, era impresionante Indio, ver la cantidad de remeras de los Redondos que ví rugiéndole y sacudiendo piedras contra los milicos. Cuando la acosa se puso más "“vietman”, seguimos allí dándole más duro no como los del PO o la Izquierda Unida que huyeron con la excusa de discutir los pasos a seguir en esas vísperas prerevolucionarias. No, nosotros para nada nos detuvimos seguimos hostigando y hostigando entre balas y balas que nos zumbaban las orejas hasta que vino el helicóptero.
Yo hasta se momento pensaba que los pibes que me encontraba en los recitales no podían involucrarse tan a fondo con algo político. Era de locos ver la cantidad de remeras de Oktubre que vi ese día, Indio todos al frente, mezclados con los motoqueros y algunos barras bravas.

Frio de bisturí

Llegó a mis manos una revista que en su tapa anunciaba la verdad sobre la separación de los Redondos. Me resistí por varios días a leerla hasta que la curiosidad pudo más.
¿Qué pueden saber los pelotudos que escriben esta revista sobre nosotros? Me pregunté indignado una y otra vez mientras con todo el dolor del mundo me disponía a leer.
No puedo no sentirme mortificado al verme encabezando la tapa de esta bosta, mi rostro y el de Skay, al lado de un cadáver acribillado en Liniers y una vedette con tetas de goma.
Hasta que apareció este tabloide inmundo ningún medio había aproximado una conjetura demasiado elaborada acerca del porqué de nuestro final. Apenas insinuaron un malentendido entre Skay y yo o el consabido desgaste inherente a toda banda de rock. No más que eso. Pero acá se mandan con una película, una historia urdida entre las mierdas de los cerebros más bastardos.
Según los miserables las diferencia con Skay y con Poli abrían comenzado cuando supuestamente yo, molesto por la situación, les habría reclamado parte del gasto económico que insumió la construcción de Luzbola, allí comenzaría para estos miserables la tirantez creciente entre los miembros y mi enojo.
La cosa proseguiría con un episodio donde yo tendría un altercado con el Cofla Quartero, el hijo de Poli, al cual le impediría grabar en el estudio o mejor dicho le querría cobrar en dólares las horas utilizadas por su banda en el estudio.
El desenlace, lo que daría fin a la banda sería, el encontronazo con Poli. Según los miserables Poli vendría muy ofuscada a reclamarme que no dejaba grabar en paz a su hijo y yo la abría empujado. El final final sería Skay y yo a la piñas.
Se que los periodistas inventan, todos lo sabemos pero cargarnos con esta historia me produce un profundo desagrado.
Me calma un poco que ha esta revista de mierda no la lee nadie o al menos nadie del ámbito del rock. Por lo tanto creo que no va a trascender entre los chicos, entre nuestras amadas huestes ricoteras.

La peor noticia del mundo (Carta de los chicos)

Tecleo historias en lo profundo del sueño. Las mejores páginas, las más íntimamente queribles se escriben y se guardan en un lugar anfibio del cerebro, allí bajo la sombra buena de la techumbre del cráneo. Me tapo la cabeza con la frazada. La película de mis redonditos avanza. “Con el Rafa y Gerardo nos conocíamos de la primaria. Los tres proveníamos de la tambaleante clase media argentina. Por lo tanto, el famoso culo de la miseria nunca lo habíamos tocado, como dice el Indio. Después se fueron sumando Tati, el Loco Lufano y todos los que con la muerte del Doctor Eduardo se habían quedado sin banda. Dicen que el Doctor Eduardo, zarpado de pepas fue el que originó junto a los barras de Chacarita, los desmanes más grandes en Obras al aire libre. Nosotros lo conocimos pero nunca llegamos a hablar de eso. No nos caía bien, así que nuestros contactos eran los necesarios para pegarle una bolsa y chau. Nos tomábamos el palo. Los pibes del círculo del Dr. Eduardo como el Gato, Rufián, Chiche Alcorta y todos los que van a ver a Defensores también eran chicos que no la habían pasado tan mal. Debe haber sido ya transcurridos los primeros años de los noventa, cuando empezaron a pintar por todos lados los punteros de la villa. Hasta el momento todos los dealers de la ciudad eran pibes del centro. El Gato, revisionista de la drogología, me dice que desde siempre hubo merca en las villas, lo que en realidad pasaba, cuenta siempre, es que no se animaban a subir a la ciudad, que el primo de él y sus amigos desde principios de los ochenta pegaban papelitos en una de las cuevas más pantanosas de William Morris. Filete fue uno de los primeros dealers villeros que conocimos en un barcito cerca de Once, es imposible olvidar su imagen consumida por el pico yendo para el baño a encerrarse con un balde de agua, una goma, una jeringa y un terrón de merca rosa. Cola de escorpión. Todos no preguntábamos como mierda le pegaría ese uranio enriquecido directamente en la sangre. Nos bancábamos todo ese proceso, sentados en una mesa, hasta que al quía le daban ganas de vender. En ese bar que la memoria caprichosa quiere que se llame Dalí tuvimos un lindo bardo con unos chabones de Caballito. Era la época en que nosotros, Los Redondos, estábamos de culo total con los GunsRoses, por esas boludeces que uno ahora le cuesta comprender. Los tipos también venían a pegar al Dalí, yo ya los había un par de veces. Ese día, el pajero que presumía de Axl Roses con una ridícula vincha verde, se puso a bardear, a jetonear de muy mal talante. Decía cuando justo estaban pasando Motorpsico en la radio de Dalí, que los Redondos eran unos putos y que no hacían rocanrrol como los Guns. Cuando se puso demasiado pesado, el Cabra, que las esperas lo ponen un poco más que tenso, le sacudió con una jarra de chop muy pesada al marote. Se pudrió todo hasta que “El Cartero” alto puntero de faso y más o menos dueño del lugar comenzó a los cuetazos limpios. A los dos primeros tiros ya estábamos todos paralizados. El tercer disparo que nunca efectuó es el que me gusta contar una y mil veces. Desde atrás de la barra le apuntó a la cabeza a “Axelrous” mientras con la otra mano iba subiendo al palo el volumen de la radio que –era un tres por uno de la Rock and Pop- después de Motorpsico se enganchaba Vencedores Vencidos. Dicen que nunca más pintaron por el Dalí esos giles. Nosotros tampoco llegamos a hacernos muy amigos del Cartero pero siempre supimos que estuvo y estará de nuestro lado. Una vez me pareció verlo en Villa María, pero no, creo que no era. Me estoy yendo de mambo con esta historia, les había empezado a contar algo acerca de los dealers villeros. Con el paso de los duros noventa se fue haciendo casi una constante la aparición de personajes cada vez más lúmpenes con bolsas cada vez más grandes. Que el Gato opine lo que quiera pero esto en los ochenta no existía. De a poco fueron desapareciendo los dealers cools universitarios, los nenitos de mamá con berretín Scarface y los loquitos artlianos de piel macilenta que fabricaban merca con lo aprendido en las clases de química de la universidad de Lomas de Zamora. No se porqué pero los únicos punteros fieles que no descendían de las más lúgubres villas provenían de La Boca. Durante esos años- hace poco dejé de tomar- conocí a miles de puntas villeros, algunos con mala onda pero por lo general buena gente que hacía el manguito diario vendiendo un par de bolsas para sostener a su familia. Muchos terminaban en cana, había uno que nos cayó muy bien “Coquito” que cuando cayó en Olmos fuimos un par de veces a llevarle cigarrillos. Hasta ese momento, creo que salvo Gerardo que iba seguido a Oculta, acompañado por los cuervitos García Maldonado ninguno de la banda tenía onda de ir a la villa. Los esperábamos en la ciudad. O en ocasiones como dije antes lo esperábamos a Gera. Ahora vamos rumbo a la villa, el Tacuara nos invitó a su casa y ni Rafa, ni Gerardo, ni el Gato le hemos dicho que no. Gerardo quiere comprar unas botellas de wisky pero Tacuara le dice que no, que eso es hacer bandera, no se puede llegar al rancho con nada de valor en la mano asegura. Igual vamos en el bondi con unas petacas de anejo doble w. Tacuara nos dice que bajemos en una esquina que parece el desierto, un desierto de asfalto abandonado y más allá, no muy lejos, lenguas enormes de tierra hecha espeso polvillo y más allá las lucecitas de la villa. Unos pibes parados junto a un árbol que indudablemente están fumándose un faso los saludan a Tacuara. Uno con una voz que no parece no imprimirle amenaza a lo que está diciendo sino recitando códigos autóctonos, le grita que no está bien traer extraños al pago, -Guarda con quien te juntas- es lo que verdaderamente le gritan, Callate culo roto, le responde Tacuara con imponente voz nasal y todos sabemos que no era más que una joda con visos de advertencia y que Tacuara pisa fuerte en la villa. Mientras nos acercamos a las penosas viviendas de chapa empezamos a sentir como en cada una de ellas suena incesantemente, la taquicardia monótona y empalagosa de la cumbia. Es viernes a noche la gente se quiere divertir parece que pensamos todos. Por fin llegamos a lo de Tacuara, ni bien llega busca detrás de la puerta, unos envases vacíos de cerveza y nos dice que si queremos podemos ir a comprar. Juntamos unos mangos y Tacuara pega el grito, Jaqueline!!!. Una nena de doce años, su hermana sale con cinco botella en una bolso de cuerina negra. Ni bien nos sentamos a la mesa Tacuara vuelca tres cascotes para que Rafa los pique. A los primeros virulos ya estamos hasta las pelotas. Es un verdadero veneno el material que suele tener este pibe. Tacuara trae una tele de la pieza y nos ponemos a ver Independiente y Ferro . Rafa hace un largo relato sobre la muerte del Palomo Uzuriaga. ¿Quieren escuchar música? nos dice Tacuara. Alguno de nosotros debe asentir con la cabeza porque ninguno emitió, en verdad, una palabra y sin embargo Jaqueline ya ha depositado un muy lindo grabadorcito sobre la mesa. No era la rockandpop, ni la mega ni ninguna de esas putas radios, no se donde carajo la sintonizó el Rafa lo único que sé es que el muy hijo de puta que se puso a hablar después de que las fanfarrias finales de Todo un palo nos habían echo revivir, fueron las que emitieron la noticia más funesta que hemos escuchado en nuestras vidas y que jamás volveremos a escuchar, la voz decía “confirmado después de suspender las fechas en Córdoba Los Redonditos de Ricota se separaron. Seguía diciendo, mintiendo- porque hasta ese momento nadie había abierto la boca, que tanto la negra Poli y Skay por un lado como el Indio Solari por otro habían confirmado la disolución definitiva de la mítica banda. El Rafa me miró y yo lo miré a Gerardo y al Gato y todos supimos a que tipo exacto de proceso de demolición se estaba sometiendo nuestro interior. Como si nos estuvieran sorbiendo lentamente todo el jugo de nuestros corazones. Esa fue la sensación, unánime. La villa ensombrecida le daba un marco de singular espanto a nuestra nueva tristeza. Ni ganas de seguir tomando nos quedó.